El proceso de investidura catalán, de
cuyo desenlace está toda España pendiente, tiene matices, tiras y
aflojas, acuerdos y desacuerdos cuya complejidad supera en mucho la
capacidad analítica del mando mesetario. Tiene este a los jueces prestos
a cortocircuitar todo movimiento político que le disguste y no está
para refitolerías sobre si el Parlament pone en marcha una nueva consulta o no y cómo la llame.
Los
indepes, en cambio, sí. Primero porque quieren ir sobre seguro
políticamente y no arriesgarse a más represión judicial. Segundo porque
pueden permitirse el lujo de esperar un mes mientras que el gobierno
tiene urgencia por "resolver" la cuestión catalana para levantar el 155,
al menos nominalmente y que el PNV le vote los presupuestos.
Todo
esto son cálculos menudos. La cuestión en juego es de mayor
envergadura. Se trata de saber qué diferencia hay entre proceder al modo
rupturista inmediato, estilo del juramento del juego de pelota, más querido a la CUP o al modo fabiano de postponer el enfrentamiento. No veo gran diferencia entre plantarse mañana en el Parlament
a declarar la República Catalana independiente o constituir un gobierno
bajo el 155 acorde al Estatuto, pero cuyo cometido ha de ser un plan de gobierno de desobediencia republicana.
Me
suenan a lo mismo. Hay diferencias terminológicas producto de la
cautela. Y el asunto parece consistir en la sempiterna pelea por los
nombres. Lo mismo con el "proceso constituyente". Los indepes no
emplean la expresión, aunque responde mejor a lo que tienen previsto: un
proceso constituyente republicano.
Me
suenan a lo mismo porque son lo mismo. Y a lo mismo sonará al gobierno
español que probablemente esté tan poco dispuesto a admitir una
República Catalana Independiente en su territorio como a asistir
complaciente a la desobediencia republicana de una instituciones que no
quieren ser una cosa y no se les deja ser otra. Lo intrigante será
averiguar qué esté dispuesto a hacer para evitar ambas.
La terra ignota comienza aquí y ahora.
La triunfa femenina
Ha sido una huelga general, pacífica
(excepto por algunas cargas policiales), con movilizaciones nutridísimas
por doquier, imaginativa, que ha contado con una aprobación y simpatía
generales, aunque de boquilla en muchos casos, con reivindicaciones
claras, justas y factibles. Ha sido un gran éxito de
concienciación. Tan rotundo que dan ganas de llamarlo éxita y hablar de
la triunfa femenina. Por fin el personal, hasta el de más dura mollera,
se da cuenta de que las mujeres pueden todo. Como los hombres. Pero
justamente como ellos, no menos.
Es
un éxito tan rotundo, inaudito, insólito, maravilloso que ha puesto un
lazo morado en la solapa de M. Rajoy, al que le sienta como un cagarro
de pájaro.
El
hombre que no quería meterse en la cuestión de la brecha salarial, el
que tiene bloqueada la legislación sobre igualdad efectiva y lucha
contra la violencia machista, el que preside un partido lleno de
machistas y macarras y en el que se han hecho declaraciones contra la
huelga del 8 de marzo, el que está contra las cuotas, el que trató en su
primer mandato de cargarse el derecho al aborto, el que tiene ministras
y gobernadoras de esto o aquello beligerantes contra el feminismo.
Ese
hombre aparece de pronto con un lazo morado en la solapa. Es la legión
de honor de la hipocresía a la que también se han hecho acreedores
muchos que viven de atizar el machismo que la huelga de ayer repudiaba.
Hipocresía como la de C's, cuyos líderes y lideresas se hincharon a
desacreditar la huelga por "ideológica" o "anticapitalista" para salir
luego con el lacito de marras que por algo se lleva en el sitio en el
que los fariseos se dan golpes de pecho.
El triunfo femenino es aplastante. Ahora ya solo falta que el del lazo morado dimita, una vez más, por sentido del ridículo.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED