Aquí mi artículo de elMón.cat de hoy.
Ya
sé lo que pretenden los indepes con tanto dar vueltas a las cosas y
marear la perdiz: exactamente eso, marear la perdiz hasta que los del
B155, que no tienen mucho más cerebro que estos simpáticos faisánidos
tiren la toalla o empiecen a pegarse entre ellos. En el gobierno está
visto hasta la saciedad. Inteligencia, cero; pura fuerza bruta y las
memeces de la vicepresidenta que se cree Kelsen. En la judicatura, según
va viéndose, algo parecido.
Los autos de los magistrados no solo
revelan un fanatismo nacionalista típicamente franquista, sino también
una preocupante carencia de sentido jurídico y también de sentido común.
La lectura parece un viaje al pasado, cuando los "jueces" franquistas
aplicaban las "leyes" de Franco. Exactamente igual que hoy. El Supremo
mira al Constitucional y el Constitucional manda la patata calienta al
Supremo y ambos menean la cola en espera de la decisión del
amo-gobierno.
¿Qué
gana con esto el independentismo? Mucho. De entrada que, al no investir
candidato, los jueces (o los comisarios del gobierno que pasan por
tales) no saben a quién detener y procesar ni inventándose lo delitos.
El gobierno tampoco sabe a quién apalear en la calle aunque esto le da
igual pues, como el católico Arnaud Amaury en la masacre de Béziers,
ordena aporrear a todo el mundo, que ya Dios distinguirá a los suyos.
Buena
táctica. "Fabiana" había dicho Palinuro hace unos días. La táctica de
Quinto Fabio Maximo en la segunda guerra púnica: evitar el combate y
esperar que el enemigo se canse, pierda los nervios o haga cualquier
tontería. Justo lo que se espera que, con algo de suerte, haga el
gobierno español de la Gürtel que tendrá que aprobar el presupuesto como
sea y no lo conseguirá si sigue con el 155 pues el PNV pone como
condición su retirada para aprobarlos. En fin, todo sea que no los
apruebe con el voto favorable del PSOE.
Aquí la versión castellana del artículo:
Prueba de fuerza o resistencia
Propuesto
Sánchez para la investidura, se abren dos vías, la política y la
judicial, que se condicionan mutuamente. La decisión de la mesa del
Parlament es política, en uso de sus atribuciones. Frente a ella, el
gobierno, dentro de las suyas y también en respuesta política, no
permitirá a Sánchez ser investido porque es independentista y no le cae
bien. Al tiempo, confía en que el Tribunal Supremo, en vía judicial,
prohíba al propuesto personificarse en el Parlamento para la
investidura. Hace bien en confiar. Los tribunales españoles aplican la
justicia que place al príncipe, pues su idea de la división de poderes
coincide con la del Rey Sol para quien los jueces eran poco más que
chambelanes, como estos de aquí.
Si
el juez Llarena, en uso de su lata, y por ello mismo arbitraria,
discrecionalidad, prohíbe a Sánchez desplazarse al Parlament, estará
violando no política sino judicialmente su derecho de sufragio pasivo y
puede que delinquiendo. Sin duda el gobierno tiene una razón política
poderosa para oponerse a la investidura de Sánchez, como hemos dicho,
que se trata de un independentista y le cae mal porque, entre otras
cosas, es un hombre honrado. Pero nadie sabe qué razón jurídica aducirá
el juez Llarena aunque no sería de extrañar que niegue el permiso a
Sánchez con alguno de esos alambicados sofismas que utiliza en sus
pintorescos autos.
También
entra en lo imaginable que, temeroso de las consecuencias judiciales
posteriores de sus actos, Llarena deje la política y vaya por lo
jurídico para evitarse querellas permitiendo la investidura de Sánchez.
En tal caso, el gobierno retornará a la vía política, recurriendo la
investidura ante el Tribunal Constitucional, que ya se ha apresurado a
abominar de Sánchez porque es un órgano mucho más afín aun que el
Supremo a los anhelos del gobierno ya que se trata de un tribunal que de
tribunal solo tiene el nombre.
Sea
cual sea el órgano que disfrace de judicial la arbitrariedad y el
capricho del Gobierno de la Gürtel y el 155, es claro que la decisión
dará pie a una querella de la mesa del Parlament por violación de los
derechos civiles de los candidatos electos. Según algunos, se trata de
una estrategia del independentismo para conseguir afianzar sus
posiciones, abriendo un compás de espera hasta la decisión del
Constitucional sobre el recurso contra las medidas cautelares que
impedían la investidura telemática de Puigdemont.
Tratándose
de un Estado democrático de derecho, esta actitud de cuestionar
judicialmente una arbitrariedad política sería acertada. Tratándose del
Estado español de la dictadura del 155, en el que las medidas judiciales
son tapaderas conscientes de posiciones políticas de partido, está
condenada al fracaso porque su resultado final viene predeterminado:
ratificar por la vía “judicial” la arbitrariedad política.
Es
cierto que la vía judicial debe emplearse y llegar con ella hasta donde
se deba, incluido el ámbito europeo. Pero también lo es que implica
aceptar los presupuestos ilegales de la sedicente “legalidad” española
en Cataluña, impuesta por el 155 y, por lo tanto, socavará las
posibilidades de implementar la República Catalana. La “legalidad”
española y la constituyente catalana son incompatibles y cuanto más se
embarranque el problema en las triquiñuelas procesales en las que el
partido de la Gürtel y sus ayudantes judiciales del 155 son expertos,
más incompatibles serán.
Se
mantendrá así una situación de espera en la política catalana justo
cuando todos coinciden en la urgencia de poner en marcha las
instituciones republicanas, entre otras cosas porque sigue habiendo
cuatro presos políticos que son rehenes del nacionalismo español más
agresivo. En consecuencia, el independentismo deberá poner en marcha las
dos vías al mismo tiempo: la judicial, querellándose contra las
decisiones injustas de la judicatura u órganos asimilados y la política,
invistiendo un presidente legítimo que implemente la República Catalana
de modo efectivo y que habrá de ser Carles Puigdemont o persona en la
que este delegue.
La
República Catalana no cuenta más que con sus propias fuerzas. Es duro
decirlo, pero queda excluido todo apoyo de la izquierda española, tanto
de la dinástica (PSOE) como de la sedicentemente republicana (Podemos),
al igual que toda posibilidad de apoyo de esa izquierda española en sus
versiones catalanas de PSC o Comuns. Esta situación es la que hace que
la conservación de la unidad del movimiento sea una exigencia de
supervivencia. El reciente debate sobre si “ampliación” o
“profundización” del independentismo solo será aceptable si no rompe
aquella unidad.
Si, por la razón que sea, la unidad se rompe y la clase
política independentista deja en la estacada un inmenso movimiento
popular republicano que, por primera vez en la historia, puede alcanzar
su objetivo, la disyuntiva será inevitable: se acepta un retroceso de
cuarenta años a los del “café para todos”, o se va a nuevas elecciones
con lista única de país, como ya se debió de hacer el 21 de diciembre
pasado.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED