Este tribunal, que no se comunica por autos o providencias o sentencias, sino por "canutazos", ha hecho saber que se tomará su tiempo para resolver el recurso del gobierno contra
el anuncio de la investidura de Puigdemont, no contra la investidura,
que aún no se ha producido.
El mismo tribunal que tardó menos de 24
horas en adoptar medidas cautelares, que muchos consideran ilegales, a
instancia directa del gobierno. El que, en otras ocasiones y siempre en
interés del mismo patrón, ha sido tan rápido como el famoso tigre de la
leyenda, más veloz que sus rayas.
Ahora, tratándose de un asunto de urgencia para el normal funcionamiento
de las instituciones, ese tribunal Speedy González anuncia que volverá a
los pausados tiempos de la judicatura española. Como no cabe presumir
en los magistrados desconocimiento del daño que su anunciada lentitud va
a causar en una situacion crítica para que entre en funcionamiento la
Generalitat solo puede concluirse que el tribunal se alinea con la
táctica dilatoria y obstaculizadora del gobierno. Y, sin duda por hacer
méritos procede por vía insultante, "sin urgencia". A ver si se han
creído estos catalanes que van a condicionar la vida nacional.
Bueno, "los catalanes" pueden darse por contentos. El desprecio de este
tribunal por Cataluña era antes mucho más intenso. Cuatro años tardó en
dictar sentencia destrozando el Estatuto de 2016. Y solo para incendiar
la pradera hasta llegar a la situación en que él mismo como tribunal es
un instrumento del gobierno. Hablar aquí de Estado de derecho es
literalmente echar margaritas a los puercos.
Pero eso es el juicio a primera vista: una provocación más del B155.
Pero una provocación que aclara, aun involuntariamente, el terreno y las
posibilidades de juego. El independentismo, sin duda, va a jugar frente
a un bloque cada vez más desorientado y enredado en sus contradicciones
judiciales de las que no conseguirán salir. El juego de los indepes es
político (justo aquello de lo que el B155 no entiende) y seguirá al
margen de las presiones y las amenazas judiciales. Para eso, habrá de
adoptar una línea entre cuando menos dos con alguna variante:
Versión contemporizadora: se acepta la espera del TC, cosa que
puede hacerse con una ficción jurídica de investidura fallida, que
abriría el plazo de dos meses hasta la segunda votación. A ver si, entre
tanto, el TC se ha pronunciado. Este tiempo podría también cubrirse con
la variante que propone ERC de combinar una presidencia simbólica con otra ejecutiva.
La idea es buena y eficaz. La bicefalia en el ejercicio del poder no es
nueva. Dos eran los cónsules en Roma de iguales poderes y esta es la
idea de fondo de la presidencia/vicepresidencia de los Estados Unidos,
aunque a veces se olvide por la especial relevancia del presidente. La
cuestión es la atribución de funciones. La idea parece ser reservar el
estatus de legitimidad al presidente en el exilio y residenciar la
capacidad ejecutiva en el investido. El primero, simbólico; el segundo,
eficaz.
Pero también cabría una fórmula de aeque principaliter o
igualdad de dignidad en tanto el TC se digna resolver la cuestión. Y eso
sabiendo que, con toda probabilidad, la decisión será negativa:
Puigdemont no puede ser investido telemáticamente; puede serlo
presencialmente, siempre que pida permiso a su primo el Tribunal Supremo
que ya ha corrido a decir que no se lo dará. O sea, no habrá
investidura de Puigdemont. Está prohibida.
Versión rupturista: el Parlament ignora la última decisión
del TC y el canutazo sobre los tiempos y procede a investir
telemáticamente a Puigdemont. Siendo este acto contrario a la
prohibición del TC y armado con el 155, el gobierno se sentirá obligado a
impedir la investidura empleando para ello los medios que estime
necesarios que bien pueden ser clausurar el Parlament y abrir a
continuación otro expediente represivo a su mesa.
Todo con la vista
puesta en dos futuros muy inciertos: prolongación del estado de
excepción en Cataluña, cuya Constitución será el 155, es decir, la
dictadura o terceras elecciones con un previsible resultado de aumento
del voto independentista y eso si no se cae en la tentación de prohibir
algún partido o asociación por razones ideológicas.
La perspectiva es tan negra que muchos se sienten justificados en
insistir en que se adopte alguna variante de la versión
contemporizadora. Es comprensible y quién sabe si prudente. Pero tiene
una objeción. La contemporización (equivalente al appeasement de Munich, 1937) tiene un plazo escaso: si el govern
bajo presidente ejecutivo se atiene al mandato que reconoce como propio
de consolidar la República Catalana entrará de inmediato en curso de
confrontación con el B155 cuyas nuevas medidas represivas de todo tipo
nos llevarán al punto de partida, pero con un puñado de encausados más.
El resultado viene a ser el mismo pero quizá por ello sea difícil elegir.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED