En Europa, y
por supuesto en España, se contempla el problema de la inmigración
irregular a sus territorios como cuestión de naturaleza legal y
económica, sin olvidar la humanitaria.
Se
piensa que con un número de acuerdos con los países de origen, una
política europea común para les migraciones, unos criterios compartidos
para la acogida de refugiados como distintos de los migrantes
económicos, y el desembolso de algunas decenas de millones de euros para
acuerdos de desarrollo con los países emisores de migración, el
problema se puede encauzar hacia soluciones humanas y económicamente
viables.
Resultados que, además, apunten a una misma dirección: a la
reducción, mediante la desincentivación, de los flujos migratorios
irregulares que tantos problemas crearon a Europa durante la crisis de
los refugiados sirios y otros, de 2015-16.
Ese tipo de tratamiento europeo del problema es limitado y paliativo,
y no toma en consideración los factores demográficos y, en última
instancia geopolíticos, de la proximidad física de dos masas
territoriales con cargas demográficas cuantitativamente alejadas: Europa
y África, a lo que hay que añadir las presiones migratorias de Oriente
Medio y Asia.
Con 510 millones de habitantes y un notable declive de la natalidad
media en el conjunto del continente, Europa tiene al sur un universo
humano de más de 1.500 millones de personas, con una natalidad media que
es doble por lo menos que la europea.
El salto de potencia demográfica entre Europa y África hay que
contrastarlo además con el salto de potencia económica, apreciable
mediante la comprobación de datos empíricos.
La percepción sensible de ‘lo otro’ opera en la conciencia humana
produciendo efectos muy básicos de atracción o repulsión, de afinidad o
de alienación. Esas tensiones vitales están más o menos atemperadas por
valores y recursos culturales, humanos o legales, pero siguen vivas
todavía en algunas sociedades que, por razones históricas o políticas,
nos muestran sensibilidades diferentes, si no opuestas, al problema de
las migraciones.
La crisis migratoria del 2015 produjo en Alemania
reflejos de solidaridad con los inmigrantes/refugiados, protagonizados
por la canciller Angela Merkel con un alto costo político, mientras en
Hungría, un país amenazado u ocupado varias veces en su historia moderna
por una potencia islámica, se ha encastillado una resistencia acendrada
a la imposición de una política europea común para la acogida de
refugiados e inmigrantes no comunitarios.
La Unión Europea, comprometida con el principio universalista de
solidaridad humana y el legal de solidaridad entre sus socios, trata de
diseñar, desde la crisis de los refugiados, una política para las
migraciones de esa naturaleza, la cual, como es fácil de comprender, se
enmaraña con la cuestión de las migraciones de naturaleza económica y
laboral.
Así que la oposición a la inmigración económica/laboral sirve de
pretexto o argumento legítimo, según se mire, para oponerse a la
imposición de cuotas de demandantes de asilo a cada país miembro. Ahora
bien, demandante de asilo es una categoría difícil de autentificar y por
eso fácil de confundir con la condición de migrante laboral/económico.
Estas reflexiones vienen a cuento de un estudio del European Policy
Institute (“How the EU and third Countries can manage Migration”, nov.
2017), que pone de manifiesto, a pesar de su tono constructivo, la
compleja y desalentadora problemática creada por el cruce de esas dos
corrientes: refugiados/inmigrantes.
Después de reconocer que las corrientes migratorias del 2015, con
origen principal en la guerra civil siria, son hoy de naturaleza mixta
(migrantes en busca de asilo genuinos pero junto a ellos migrantes
laborales encubiertos), el ensayo examina los recursos ideados por la
Comisión y que están más o menos apoyados por sus gobiernos.
Hoy la política europea de regulación de asilo/inmigración se conduce
principalmente por la acción de los medios diplomáticos de los países
europeos ante los africanos. El objetivo es obtener la colaboración de
estos últimos en la contención de los flujos emigratorios de sus propios
territorios.
Aquí aparece como modelo de esa cooperación el caso de
Italia en relación con Libia, mediante acuerdos que el estudio reconoce
como frágiles, y que se concretan en la ayuda a la formación de una
fuerza de guardacostas libios, y a la creación de condiciones más
humanitarias para la retención de los potenciales emigrantes, en
territorio libio, para su eventual devolución a sus países de origen.
Esta política tiene una contrapartida: se presta a la comisión de abusos
contra los derechos humanos.
Por otra parte, algunos países africanos no colaboran porque ven en
sus emigrantes una fuente de transferencias económicas si logran entrar
en Europa y se ganan la vida. A este tipo de resistencias trata de
oponerse, por ejemplo, la política del presidente Macron, de ofrecer
condicionalmente incentivos económicos directos a los países emisores,
como hizo en una reciente visita a Costa de Marfil.
En resumen, el problema seguirá creciendo debido al salto de
potencialidad demográfica entre el norte y el sur del Mediterráneo, a
los obstáculos levantados por algunas capitales europeas a una política
europea común, a la dificultad intrínseca de abordar un problema
‘civilizacional’ y a la falta de conciencia plena sobre lo que predicen
los estudios en torno a la evolución demográfica y económica de los dos
continentes.
Y desde el punto de vista puramente español, vale la pena observar
que la presión demográfica sobre Libia se desplaza a España, como
muestra la multiplicación por cuatro de llegadas de irregulares, entre
los últimos meses de 2017 y los de un año antes.
(*) Periodista