Mientras la prensa
extranjera y los analistas internacionales pronostican un desastre y hablan de crisis de Estado en España, aquí estamos al último culebrón
del momento. Muy pocos parecen darse cuenta de lo que está en juego. Lo
de menos es quién gane el pulso del 1 de octubre, si el gobierno y los
grandes partidos españoles o el independentismo catalán. Ocurra lo que
ocurra ese día, que nadie lo sabe de verdad, la tensión continuará, sea
cual sea el resultado. Si no es que se agrava, lo cual es lo más
probable. Porque ninguno de los contendientes va a tirar la toalla y
porque la crisis catalana contiene todos los elementos de la crisis
política e institucional que España sufre desde hace ya unos cuantos
años.
No hay muchos políticos a la altura de esos
retos y los que hay, o se abstienen porque saben que les cortarán la
mano en cuanto la levanten o no pueden expresarse porque el ruido y el
matonismo dominantes se lo impiden. Casi todos los demás van a lo suyo.
Es decir, a mejorar sus posiciones electorales o a tratar de que éstas
no empeoren. El PP parece convencido de que su postura tajante de no
negociar nada con los independentistas le dará óptimos resultados. Y de
que más adelante, cuando se trate de tomar represalias contra los que
hayan osado transgredir la ley -que se transgredirá- muchos españoles
valorarán positivamente su dureza.
Pedro Sánchez y la actual dirección del PSOE han
proporcionado más de un indicio de que no ven las cosas de esa manera.
Han hablado de plurinacionalidad, de reforma constitucional y de la
necesidad de negociar con los políticos que hoy mandan en Cataluña. Pero
se han quedado en eso, que ya casi empieza a estar olvidado porque sin
dar los pasos para que se concrete no vale para mucho. Los socialistas
vienen a decir que cuando pase el 1 de octubre llegará su momento de
ofrecer su alternativa. Que hasta entonces no pueden separarse del PP
porque el independentismo quiere vulnerar la Constitución y eso no puede
ser.
¿Pero qué capacidad de maniobra tendrá el PSOE
en el escenario terrible que se podría crear tras el día del referéndum
si los jueces empiezan a encausar e inhabilitar a los dirigentes que lo
han propiciado y quién sabe si también a unos cuantos jefes de la
policía catalana e incluso a funcionarios? ¿O si el independentismo
reacciona frente a esas sanciones negándose a aceptarlas y propiciando
una situación de rebelión abierta frente al Estado y poniendo en
práctica sus medidas secesionistas?
Todo indica que
Rajoy no teme que ese escenario se produzca. Porque cree que
electoralmente le conviene. Tal vez también porque piense que ese
desmadre puede ser la ocasión para convertir en realidad el sueño de
doblegar definitivamente al nacionalismo que el PP tiene desde siempre
y, de paso, reformular en clave centralista el Estado de las autonomías.
Pero asimismo porque si se produce esa rebeldía catalana, de la forma
sugerida o de otra, tendrá al PSOE de nuevo maniatado.
Y contando, además, con el apoyo, tácito o expreso, de los barones
socialistas que rechazan de plano cualquier posibilidad de que se
renegocie la financiación catalana, porque de ahí podrían venir recortes
de los fondos que sus regiones perciben desde siempre. Sin que, por
cierto, esas ingentes cantidades de dinero hayan servido para que
ninguna de ellas -Andalucía, Castilla La Mancha, Extremadura, Asturias-
hayan mejorado un ápice su posición en la tabla de las rentas regionales
per cápita.
A diferencia de las del PP y del PSOE,
la filial de Podemos es una fuerza importante en Cataluña. Sintoniza con
la demanda de un referéndum sobre la independencia que, según las
encuestas, hace una gran mayoría de la ciudadanía catalana pero no apoya
la iniciativa de Puigdemont porque cree que la consulta no debería ser
vinculante. En definitiva, tiene una postura autónoma que en el futuro
podría permitirle dialogar con el independentismo e incluso jugar un
papel de pivote en la escena política nacional en lo que a la cuestión
catalana se refiere. Aunque solo en el caso de que consiga entenderse
con Pedro Sánchez en la materia y le ofrezca el peso político que éste
necesitaría para hacer frente al rechazo a los barones a una eventual
salida negociadora.
Y, por último, los partidos
catalanes. Nada indica que los que apoyan el referéndum vayan a cambiar
de postura antes del 1 de octubre. Si el referéndum sale como ellos
creen -con una participación significativa y con un voto mayoritario por
la independencia-, tampoco lo harán después de esa fecha. Y menos si lo
tribunales se ceban con sus dirigentes. Sólo un cambio en la postura
del Gobierno central o la aparición de un bloque negociador en el
Parlamento madrileño, que necesariamente estaría enfrentado a Rajoy,
quién sabe hasta dónde, podría llevar a Esquerra y/o al PdCat a
replantearse su actitud.
Pero, hoy por hoy, nada
indica que lo uno o lo otro pueda ocurrir. Aunque haya que esperar hasta
el último minuto, no cabe sino ser pesimistas. Sobre todo porque lo que
está en juego es la convivencia en Cataluña y la estabilidad política, y
puede que también económica, en España. Respecto a lo primero cabe
decir que los catalanes que no son independentistas y que tampoco
comparten las posiciones de Ada Colau y de Xavier Domenèch están
seriamente preocupados, si no asustados. Temen a la independencia y
sobre todo a los independentistas crecidos. Y son muchos.
Respecto a lo segundo, sólo hay que recordar que Cataluña es la región
puntera de España en lo que a la potencialidad y las prestaciones
económicas se refiere. Pero también en cuanto a la innovación, la
inversión en tecnología, la investigación científica y la aplicada en
los campos más diversos. Y asimismo, y no es cosa secundaria, porque
Cataluña y Barcelona en particular son la imagen de la España moderna
que se tiene en el extranjero. ¿Se puede jugar con todo eso por una
querella de principios trasnochados que no se puede arreglar a lo bestia
como dos siglos de tensiones confirman? ¿O por meros intereses
electorales?
(*) Periodista