Macron ganó de calle las elecciones en Francia por múltiples motivos,
entre otros que se comprometió a actuar frente a casos de corrupción y
abuso de lo público desde el primer minuto de tener noticia. De momento
ha cumplido, ha remodelado su gobierno con tres dimisiones importantes
antes de llegar a los cien días. En todos los casos el problema radicaba
en abuso de recursos públicos, prácticas que parecían toleradas cuando
se hicieron pero resultan reprobables ahora.
El candidato Fillon cayó
por abuso de recursos públicos, pero algo semejante hicieron algunos de
los ministros de Macron. Dimitieron, más o menos forzados, se les
sustituyó y aquí paz y después gloria. El argumento central para las
dimisiones fue funcional: sometidos a investigación los afectados deben
dedicar su tiempo a defenderse y luego…ya se verá.
El baremo francés, la regla Macron, sería de enorme utilidad para la
regeneración de la política en España, especialmente cuando los
tribunales están atestados de casos corrupción, de alta y baja
intensidad, que en muchos casos viene de muy lejos. La política
española está infectada de corrupción por todos sus extremos, y los
casos que se sustancian con sentencias absolutorias (estos días hemos
tenido un par de ellas que hicieron mucho ruido en su momento) pasan
desapercibidas, no cambian el sentimiento de rechazo de los ciudadanos y
el descrédito de la política y los políticos.
Es cierto que España no tiene un problema sistémico de corrupción,
los ciudadanos no tienen que pagar para conseguir algo a lo que tienen
derecho, pero hay una percepción de que la corrupción es un problema
endémico, que afecta a la contratación pública (especialmente en el
ámbito local), que revela un “capitalismo clientelar o de amiguetes”
(les recomiendo el libro recién publicado en Península con la firma
cervantina de Sansón Carrasco, inspirada por la Fundación Hay Derecho,
que trata a fondo el asunto). Hay percepción de corrupción y las
encuestas sitúan el problema en segundo lugar de las preocupaciones
ciudadanas.
Frente a esa percepción soplo hay una medicina, la ejemplaridad, la
diligencia para apartar todo aquello que huela a corrupción o
equivalente. No es eso lo que se hace el partido del gobierno, el más
afectado por el virus corruptor, ni en los partidos de la oposición que
rozan el bochorno con sus dos varas de medir, el embudo ancho para sí
mismos y el más estrecho para el adversario. Como prueba flagrante el de
los dos concejales de Madrid erigidos en paladines de la persecución de
abusos sin parar en barras.
A Macron estos dos concejales no le hubieran durado una noche, sin
presumir culpa hubieran sido apartados de la cosa pública para poder
ocuparse de sus propios problemas. Creo que la presunción de inocencia
es esencial en un estado de derecho, pero también lo es la ejemplaridad,
especialmente cuando el descrédito de la política y los políticos es
abrumador, desmovilizador.
El baremo Macron ayudaría en España a retornar a niveles de moralidad
percibida que devuelvan a los ciudadanos la confianza y la esperanza y
a las instituciones el prestigio imprescindible para que sean creíbles y
eficaces.
(*) Periodista y politólogo