Asistimos semanalmente, si no a diario, a diferentes actos terroristas, concentrados en una docena de países.
Así como hace años esta concentración del terror afectaba a seis
naciones geográficamente acotadas en oriente, en la actualidad nos hemos
acostumbrado a ver atentados en ciudades como París, Bruselas,
Marsella, Londres, o Boston.
Hemos desarrollado una nueva capacidad
social de alertarnos ante cualquier suceso, tomándolo como atentado,
hasta que se demuestre lo contrario, al revés de lo que sucedía cinco
años atrás. Desde el 11 de marzo de 2004, fecha del macabro atentado de
los trenes en Madrid, se han sucedido una veintena de actos terroristas
en Europa, con más de 530 muertos y 2.400 heridos. En 2017, nos
acercamos a una media de un atentado cada mes, y en las últimas semanas,
nos sobresaltamos con atropellos terroristas casi a diario.
Las encuestas sociales que miden las máximas preocupaciones ciudadanas, presentan al terrorismo como uno de los asuntos más inquietantes para la sociedad occidental.
El CIS de enero de 2017 mostraba un crecimiento de la preocupación de
los españoles por el terrorismo internacional nunca visto hasta ahora,
situándolo como el principal motivo de inquietud para más del 4% de la
población.
Es cierto que Europa y EE UU dan constantes muestras de
ejemplar superación de los atentados, a través de la encomiable actitud
ciudadana, conviviendo con un fenómeno nuevo, desconocido en nuestros
territorios hasta hace un lustro, y que a excepción de España, no
formaba parte de la cotidianeidad vital de las grandes ciudades de
occidente. Pero también es cierto que puede existir una preocupante
correlación entre el incremento de los fenómenos terroristas en suelo
occidental y su desestabilización política.
En las consultas electorales, cada vez menos anticipadas por las encuestas políticas, resurgen
viejos extremismos y languidecen partidos políticos centenarios, antaño
señas de identidad de la gobernabilidad y estabilidad, tanto
europea como estadounidense. La descendente fiabilidad de las encuestas,
o que despertemos sobresaltados por resultados electorales imprevistos,
como el brexit o la victoria de Trump, no son fruto de la
casualidad.
Estamos ante la nueva y ordenada vía de expresión de quienes
buscan, en nuestro sistema democrático, nuevas soluciones a nuevos
problemas, aun a riesgo de perder raíces políticas y hacer experimentos
con la más arriesgada de las gaseosas, la de la estabilidad de las
naciones occidentales, firmes desde la segunda guerra mundial.
Geert Wilders, al frente del Partido de la Libertad en
Holanda, Marine Le Pen, encabezando el Frente Nacional en Francia, Nikos
Michaloliakos, como cabeza de cartel de Amanecer Dorado en Grecia, y
Gianluca Iannone, en la extrema derecha italiana, han dejado de ser
rarezas minoritarias en Europa, y alcanzan una amplia representación
parlamentaria, en base a ideas islamofóbicas, neofascistas y
ultranacionalistas.
El proteccionismo y el antieuropeísmo, alentados por el brexit y la presidencia de Trump en EE UU, han ganado seguidores en los últimos meses,
y en algunos países de Europa surgen encuestas que estiman en un 50% el
porcentaje de euroescépticos. Es obvio que Europa y EE UU reaccionan
ante el terror, combinando la mesura ciudadana en las calles con el voto
menos moderado en las urnas. Lo que no sabemos son las consecuencias
que el nuevo panorama político nos acarreará. ¿Estamos ante una adecuada
solución frontal o echando gasolina al incendio?
Podemos, pero no debemos, acostumbrarnos al terror;
pero aún logrando convivir con él, no podemos pensar que es inocuo para
nuestra sociedad. Según el Instituto para la Economía y la Paz, el
coste mundial del terrorismo en 2016 se estimaba en más de 14 billones
de dólares y equivalente a más del 12% del PIB mundial.
Y aunque el
catedrático Diego Azqueta, gurú de la medición del bienestar, que en
este caso denominaría malestar, me cuestionara en mis tiempos
estudiantiles la absurda necesidad de medir económicamente cualquier
suceso, la cifra muestra, de manera fría e insensible, la punta del
iceberg de un coste social mucho mayor, encabezado por más de 900
muertos al año por terrorismo en el mundo.
Ojalá el impacto del terror fuera solo económico, pero al
menos sirva la cuantificación para confirmar la necesidad de estudiar el
terrorismo desde todas las perspectivas posibles, porque no hay nada
mejor para acabar con el enemigo que conocerlo en profundidad.
(*) Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nebrija