Los objetivos del catalanismo político a
lo largo del siglo XX siempre fueron la consecución y el aumento del
autogobierno y la europeización de España a través de la acción política
en Madrid. Antes de la Guerra Civil los nombres del tándem Francesc
Cambó y Prat de la Riba de la Lliga lo atestiguan.
Pero también los de
políticos de la izquierda catalanista como Jaume Carner, ministro de
Hacienda de Manuel Azaña; Lluís Companys, presidente de la Generalitat y
antes ministro de Marina de la II República, o del propio Francesc
Maciá en su etapa de gobernante.
Tras la recuperación de la democracia
se abre un largo periodo con luces y sombras, pero bastante
satisfactorio, en el que destacan los nombres de Jordi Pujol y Miquel
Roca, Narcís Serra y Ernest Lluch o Jordi Solé Tura y Antoni Gutiérrez
Díaz.
Sin embargo, tras la sentencia del Tribunal Constitucional de
2010, que amputa el Estatut de 2006, el catalanismo se divide y una
parte sustancial de él inicia un camino hacia la exigencia de la
secesión que acaba en 2017 con una declaración unilateral de
independencia que es abortada por la imposición por el Gobierno de
Madrid del 155 y la destitución del Gobierno de la Generalitat.
Ahora,
tras las elecciones del 27-D de 2017 el independentismo manda en una
Generalitat autonómica en la que no cree, con poca vocación de gobierno
efectivo y reivindicando –con más o menos entusiasmo– una república que
no llegó a existir.
Y la influencia del catalanismo en Madrid y en la
opinión pública española ha descendido sensiblemente. A no ser que se
crea que el unilateralismo puede triunfar en breve allí donde fracasó el
27-D, el balance de la acción del catalanismo –dividido desde el 2010
en independentismo y autonomismo– es francamente negativo: autogobierno
estancado y poca influencia en Madrid para defender con eficacia los
intereses de Cataluña.
Es
evidente que gran parte de la responsabilidad de la grave crisis
institucional que ha llevado a esta situación corresponde a los partidos
españoles –básicamente al PP– que reaccionó muy negativamente a la
alianza del catalanismo de izquierdas (el tripartito) con el Gobierno
Zapatero en 2004 y que acabó haciendo naufragar gran parte de la promesa
de la reforma estatutaria de 2006.
Pero atribuir toda la
responsabilidad a los otros, a la derecha española, o al españolismo del
PP más el del PSOE, sería ignorar parte de la realidad.
El catalanismo
cometió también graves fallos en estos años (2006-2018) y sin
analizarlos y rectificarlos será difícil encarar el futuro. Si el
catalanismo cree que todo es culpa de España, no podrá abordar una nueva
etapa con planteamientos más operativos. Hacer una aproximación a
algunos de estos errores es lo que intentaré brevemente en este
artículo.
Las equivocaciones en el Estatut de 2006
Plantear
la reforma, o un nuevo Estatut, en 2004 tras la elección de Pasqual
Maragall y la formación del tripartito era un objetivo razonable, pero
se tenían que calibrar bien los riesgos y las dificultades. Y el
proyecto de Estatut que salió del Parlamento catalán –que después fue
enmendado a su paso por las Cortes españolas– se hizo bajo algunas
premisas demasiado optimistas.
El primer error fue creer que la
democracia española de 2004 –en la que el PP tenía mucho peso tras ocho
años de gobierno y además estaba herido por la reciente derrota
electoral– estaba tan necesitada de pactos y entendimientos con el
catalanismo como la democracia incipiente de la transición bajo el
liderazgo de Adolfo Suárez. La democracia estaba más consolidada –el
PSOE había gobernado trece años–, pero la derecha estaba más
desacomplejada.
El PP postaznarista, con Rajoy derrotado inesperadamente
por Zapatero, no era la UCD que necesitaba un pacto constitucional y
que incluso permitió la vuelta del exilio de Josep Tarradellas, el
presidente de la Generalitat republicana. Aquel PP de 2004 se creía
injustamente desalojado del poder y su único objetivo era recuperarlo.
Fue
un error no dar la suficiente importancia a la participación del PPC,
entonces dirigido por Josep Piqué, en la elaboración del Estatut. Cierto
que el peso del PPC era limitado, pero se olvidó que el PP era uno de
los dos grandes partidos españoles y que ponérselo en contra de entrada
(aunque ya estaba algo más que predispuesto a ello) era arriesgado.
El
propio Carod-Rovira intento evitar la marginación (o autoexclusión) del
PP, pero se produjo y seguramente era difícil de evitar.
Además, el
Estatut se elaboró en un esquema competitivo tendente a máximos entre
los partidos catalanistas que tuvo malas consecuencias. Simplificando,
el esquema fue el siguiente.
El PSC quiso hacer un Estatut ambicioso
para demostrar que era tan catalanista como CDC que se había querido
apoderar del catalanismo en la larga etapa del Gobierno Pujol
(1980-2003). Lógicamente ERC quería marcar territorio proponiendo más
autogobierno.
Y entonces CDC, molesta porque el tripartito había
levantado la bandera del nuevo Estatut que Pujol –con alguna razón de
peso– no había abordado, tachaba de tímidas e insuficientes las
propuestas del PSC y ERC y cargaba más las tintas.
El resultado fue que
el proyecto se hizo más pensando en ganarse adhesiones en el electorado
nacionalista que pensando en que luego tenía que ser aprobado por las
Cortes Españolas en las que el PP era relevante y que aprovechó el
proyecto de Estatut para su primer ataque de profundidad a Zapatero.
Divididos y desorientados
La elaboración de un nuevo Estatut
condujo al final (tras las reservas de una parte del PSOE a algunos
artículos) a un proyecto recortado en comandita por Zapatero y Artur Mas
en una célebre reunión.
Aquel pacto era la única forma para que el
Estatut pudiera ser aprobado en Madrid sin que Cataluña se rebelara. Mas
pensó que el papel de CDC adquiría reconocimiento y que siempre tendría
la bandera del Estatut original para reivindicar.
Zapatero sabía que el
pacto con CDC era obligado, que el PSC tendría que 'tragar' y que en el
fondo no le importaba tomar distancias del radicalismo de ERC. Para él
podía ser más conveniente una gran coalición catalana CDC-PSC que una
alianza con un Gobierno catalán muy influenciado por ERC e ICV.
Todo
era explicable y tenía su lógica, pero el catalanismo se dividió porque
ERC (dolida por haber sido excluida de los pactos finales y presionada
por sus bases) decidió hacer campaña contra el Estatut recortado por Mas
y Zapatero.
La
consecuencia fue una degradación de las relaciones entre los partidos
catalanistas (CDC, PSC, ERC e ICV), una cierta pérdida de entusiasmo en
Cataluña con el Estatut por los incidentes negociadores y la oposición
de ERC y que la hostilidad del PP siguió siendo fuerte.
Por ejemplo, se
opuso a algunos artículos del Estatut, pero dejó pasar artículos casi
idénticos en otras reformas estatutarias. Como resultado, en el
referéndum catalán de ratificación la participación no llegó al 50%, lo
que 'legitimó' al PP tanto para afirmar que el Estatut no interesaba a
la población y era algo de las élites catalanistas, como a presentar un
masivo recurso de inconstitucionalidad.
Entonces
vino la larga deliberación (cuatro años) del Tribunal Constitucional
sobre el Estatut, con detalles poco edificantes sobre la influencia de
los partidos en la composición del tribunal lo que, unido a un Gobierno
Zapatero crecientemente débil (a finales de 2008 empezó la crisis
mundial más fuerte desde 1929), condujo a lo que el entonces presidente
Montilla calificó de 'desafección' de Cataluña respecto a España.
Así la
sentencia final del TC fue vista como una gran afrenta por la opinión
pública catalana y dio origen a la primera explosión del soberanismo y a
que parte del catalanismo, encabezado por Artur Mas, dijera que la vía
estatutaria estaba agotada.
La deriva independentista
En
el primer error (la negociación del Estatut de 2006) las culpas dentro
del catalanismo están bastante repartidas entre el PSC, ICV (menos
relevante pese al papel de Joan Saura), ERC y CDC. En el siguiente, la
deriva independentista tras las elecciones de 2012, la responsabilidad
principal es de Artur Mas, entonces líder de CDC, que gobernaba la
Generalitat desde principios de 2011.
Tras
un año de gobierno en plena crisis económica (con el apoyo
parlamentario del PP de Alicia Sánchez-Camacho), Artur Mas llegó a la
conclusión (cierta) de que los recortes le estaban haciendo perder apoyo
electoral.
La solución (relativamente moderada y pactada todavía con
Duran Lleida) era ir a unas elecciones anticipadas con la bandera del
derecho a decidir (el guiño al creciente sentimiento independentista
tras la sentencia del TC) y el pacto fiscal a la vasca como programa de
gobierno.
Es lo que se prepara en la primavera de 2012, pero el 11S se
produce la gran manifestación (impulsada por la nueva ANC) que deja
impactado a Mas. Rajoy no calibra bien el estado anímico de Cataluña y
se niega a hablar del pacto fiscal.
Entonces Artur Mas quema sus naves
autonomistas y se lanza a la batalla electoral pidiendo el apoyo al
derecho a decidir para ir hacia la independencia y una 'mayoría
excepcional'.
Pero, contra
pronóstico, CDC pierde doce diputados que van a ERC y se queda más lejos
todavía de la mayoría absoluta.
¿Qué pasó? Desgastado Mas por los
recortes, una parte del electorado de CDC pensó que, si se trataba de ir
a la independencia, mejor votar a ERC que bajo el hábil liderazgo de
Junqueras se había lavado del pecado de colaboracionismo con el PSOE en
la etapa del tripartito.
Y Mas no rectificó ante el correctivo, sino que
hizo un pacto de gobernabilidad con Junqueras en el que se prometía un
referéndum de autodeterminación en 2014, el tricentenario de 1714.
En
este periodo se recrudece (bajo la apariencia de unidad) la fuerte
competencia entre la CDC de Mas y la ERC de Junqueras para el liderazgo
del procés a la independencia. El referéndum de 2014 es un momento de
gran tensión con el Gobierno Rajoy y de exaltación independentista.
Inmediatamente después se preparan otras elecciones anticipadas, las
llamadas plebiscitarias del 2015. Plebiscitarias porque debían tener el
papel de un referéndum que Mas legalmente no podía convocar y porque así
se obligaba a ERC a asumir la lista única del nacionalismo. Se prometía
la independencia exprés que (se aseguraba) el Estado español no podría
frenar.
El resultado fue que
todo el independentismo (incluidas las CUP) obtuvo el 48% de los votos.
Era evidente que el secesionismo había tenido un gran resultado, pero
que el referéndum a través de las plebiscitarias no había llegado al
ansiado 51%.
Pero como la ley electoral española (Cataluña nunca ha
sabido pactar una ley electoral propia) dio a los partidos del 48% de
votos la mayoría absoluta de diputados, Mas y Jonqueras decidieron
proclamar que habían ganado y no retroceder. Seguir hacia la
independencia olvidando la Constitución y las normas estatutarias
(mayoría de dos tercios para su reforma) proclamando que habían ganado.
Luego,
con Puigdemont al frente (al que Mas nombró sucesor tras ser vetado por
las CUP), el independentismo se empeñó en convocar el referéndum ilegal
del 1-O de 2017 (que el Estado reprimió tras ser evidente que no había
podido impedir la llegada de las urnas a los colegios electorales) y
luego vino la declaración unilateral de independencia que fue contestada
instantáneamente con un 155 que provocó una gran protesta el 3 de
octubre, pero ninguna gran repulsa en Cataluña.
De hecho, los partidos
que habían proclamado la República catalana no dudaron en acudir a las
elecciones autonómicas convocadas por Rajoy al amparo del 155.
No
saber leer el resultado de las elecciones de 2015 y llegar a la DUI en
2017, sabiendo que se estaba jugando al póquer y de farol como dijo la
consellera Ponsati, y que no habría ningún reconocimiento europeo o
internacional, son el gran fallo del secesionismo.
Pero un 47% votando
el pasado 21-D a unos independentistas que han perdido el 27-O indica
que la fractura con España de una parte de Cataluña es muy fuerte.
Conclusión
Hoy,
un año después del 27-O, Cataluña está muy dividida y fraccionada. La
prueba es que el 21-D hubo una ajustada mayoría absoluta separatista,
pero que Cs, con 36 diputados, fue la lista más votada.
Y el ascenso de
Cs se ha fundamentado en la respuesta a la radicalización
independentista del catalanismo: tres diputados contra Maragall en 2006,
tres contra Montilla en 2010, nueve contra Artur Mas en 2012, 25 contra
las plebiscitarias en 2015 y 36 contra la DUI en 2017.
Pero
Cataluña no sólo está dividida, sino también desorientada. No sabe
dónde está ni adónde ir. La llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa abrió
una esperanza de desinflamación que no ha tenido tiempo de afianzarse.
¿Será posible algún tipo de solución con un Gobierno progresista
español, suponiendo que el Gobierno progresista tenga continuidad?
Los
principios del catalanismo (autogobierno responsable, más a lo Prat de
la Riba que a lo Pujol, y europeización de España, a lo Cambó, Roca,
incluso Jordi Pujol y Narcís Serra– son todavía la salida plural más
inteligente y más conveniente para la Cataluña actual.
Pero ello exige
analizar y discutir los errores del pasado, admitir el carácter
irreversible de la pluralidad de la Cataluña actual y sacar las
conclusiones en un pacto interno. Luego saber defender ese pacto en las
batallas políticas dentro de España.
El
catalanismo tradicional ha perdido tiempo y prestigio en la excursión
independentista. ¿Sabrá recuperarlo? ¿Sabrán los grandes partidos
españoles no quedar atrapados en una subasta nacionalista española como
reacción defensiva al independentismo catalán?
(*) Periodista, ex director de La Vanguardia y coautor del libro Catalanisme. 80 mirades