Cualquier ciudadano español sensato debería sentirse hondamente preocupado por el rumbo de los acontecimientos políticos en Cataluña. Sin embargo, en el último barómetro del CIS
(mes de julio), la cuestión catalana no estaba entre las principales
preocupaciones de los consultados (solo un 1,2% de ellos la situaba en
el 'ranking' de sus inquietudes importantes), y en los sondeos
publicados este fin de semana en varios medios se observa, por encima de
otras consideraciones también relevantes, la bifurcación de percepciones entre los catalanes y el resto de los españoles.
Es una divergencia que quizá no ha registrado aún el nada edificante espectáculo de autoritarismo independentista en el Parlamento de Cataluña,
pero que aunque lo hubiera hecho seguramente no habría reducido la
horquilla tan amplia de opiniones en y fuera de aquella comunidad
autónoma.
Este no es el momento de hacer reproches —aunque no tardará en
presentarse la oportunidad idónea para exigir responsabilidades— por lo
que se debió hacer y no se ha hecho por las instituciones del Estado en
Cataluña. Son días en los que estas deben cumplir una difícil misión,
que consiste en evitar el destrozo total del modelo constitucional y estatutario
allí, haciéndolo, además, con un coste político y emocional que no haga
rebosar los sentimientos y los agravios para que no se induzca a una
inundación callejera que rompa el orden público y exija del Gobierno
medidas de mayor compromiso. Hay que guardar los equilibrios
tanto como se pueda, porque el separatismo catalán dispone de una gran
ventaja que consiste en su discurso populista, sembrado en solitario y
sin obstrucción o adversidad alguna durante muchos años.
Las incomparecencias del Estado y de España en Cataluña
han sido pasmosas, el abismo emocional entre la sociedad catalana y el
resto de la española, suicida, y la renuncia a la búsqueda de sintonía
entre las clases dirigentes de allí y de aquí, y entre la sociedad civil
de allí y de aquí, ha terminado por establecer una trinchera
infranqueable. Es tan grande que los pescadores de río revuelto han
acudido al caladero catalán con un énfasis y una suficiencia que causa
perplejidad.
Los secesionistas catalanes se han enrocado
sin reservarse el derecho de admisión a cualquier radicalidad
aceptándolas todas, la propias y las ajenas. Las catalanas quedan
representadas en la CUP y las ajenas, en Arnaldo Otegi, líder de EH-Bildu, que ayer compareció en nombre propio y de su partido en la Diada, entre los aplausos de muchos y, a la inversa, abucheos a los 'botiflers' socialistas de Miquel Iceta. El mundo al revés.
El peor síntoma de enquistamiento en Cataluña reside, precisamente,
en el recibimiento, no solo cordial sino caluroso, al que fuera miembro
de la organización terrorista ETA Arnaldo Otegi.
Que ha oficiado, además, de intérprete (y no del todo confundido, debo
confesarlo con desolación) en la TV pública catalana, que le dedicó
tiempo en una amplia entrevista la noche del pasado domingo.
Para este
“hombre de paz” (¿?), calificado así por Pablo Iglesias en abril del pasado año, Cataluña está inmersa en un “proceso de dimensiones históricas” en el que “millones de catalanes han logrado desconectar de España” (cosa, dijo, que Ibarretxe
no consiguió que hicieran los vascos en su propuesta secesionista de
2003-2005), un país que “no cambiará” —desalentando así al catalanismo
que aún confiaría en su predisposición al entendimiento—, y previendo
que el Estado va a entrar “en un ritmo frenético para tratar de
interferir y bloquear el proceso catalán”.
Ya he escrito otras veces que lo que Otegi no logra en Euskadi lo obtiene en Cataluña, un territorio político que —ahí están Julian Assange o Yanis Varufakis—
acoge con calidez las expresiones y a los personajes más excéntricos de
la política y el activismo de nuestro entorno. No es que los
secesionistas, con Puigdemont
a la cabeza, desconozcan las pésimas compañías de estos oportunistas,
pero, en la actual tesitura, “todo es bueno para el convento” y si hay
que blanquear a Otegi ofreciéndole patente de demócrata y sentándole en
un 'set prime time' de TV3, se hace.
Y cuando una sociedad política
otrora tan cuidadosa con según qué cosas incurre en estas tosquedades,
es que concurren dos circunstancias: la primera, que ha entrado en una
espiral de muy difícil control; la segunda, que el discurso secesionista
es paradigmático y hegemónico, siendo la disidencia silenciosa o
silenciada.
La Diada de ayer
—masiva, se cuente o se mida con el rasero que se quiera— solo puede
entenderse de una manera bastante unívoca, de modo que ningún
responsable público institucional del Estado puede llamarse a andana.
La
movilización, los discursos, el control de la calle y de las masas
constituyen —lo viene siendo desde 2012 y aún antes— una expresión
colectiva de profundísimo malestar, pero el síntoma que ofrece más
gravedad al diagnóstico —¿Cataluña se nos ha ido de las manos?—
es la presencia celebrada de Arnaldo Otegi, no por su ineludible
poquedad, sino por lo que implica simular olvidarse de su trayectoria,
de lo que representa en términos éticos y cívicos, y obviar que
contribuye a 'abertzalizar' al radicalismo catalán, que utiliza el mismo
lenguaje que el entorno etarra: sea el eufemismo de la “acumulación de
fuerzas” o la acusación a los Mossos de haber “ejecutado
extrajudicialmente” a seis terroristas en agosto pasado. Escalofriante.
(*) Periodista