El País continúa en su ardua
campaña en contra del independentismo catalán a banderas desplegadas. Da
cuenta del efecto de la epístola nacional de González asegurando que El núcleo duro independentista trata de desprestigiar a Felipe González. Se queja de que, en lugar de debatir y refutarle sus razones, lo insulten. Por mi parte he visto bastantes razones por ahí; incluso he formulado algunas y tampoco parece que las de González sean para aceptarlas como verdad revelada. El gobierno se ha deshecho en alabanzas de la "cordura" de González,
gran estadista género jarrón chino. Y, con el gobierno, el señor Duran,
que es "nuestro hombre en Barcelona", el último mohicano portador del seny en Cataluña.
Eso
el gobierno. La oposición socialista ha cerrado filas con el anciano de
la tribu. Tanto Pedro Sánchez como Miquel Iceta han agradecido a
González el gesto de ilustrarnos sobre el espinoso asunto catalán,
evidentemente felices, resplandecientes. Iceta cree que la carta
gonzalesca es de alguien que conoce y quiere a los catalanes. Que los
compare con los nazis y los fascistas, en realidad es un gesto de
exuberancia producto de su mucho amor. Sánchez también se identifica con
ese discurso nacional español suave en la forma pero duro en el fondo.
Es el que acuñó la consigna de "¡más España!", de la que no ha
vuelto a saberse más; el mismo que sacó a escena una rojigualda tamaño
campo de fútbol y se ha ido a México a, entre otras cosas, homenajear a
Lázaro Cárdenas con una corona floral con la rojigualda. No la tricolor.
A Lázaro Cárdenas, que siempre se mantuvo fiel a la República y jamás
reconoció el régimen de Franco ni su bandera. Haberle llevado un ramo de
claveles, hombre, para ser menos cortesano.
Los
partidos dinásticos, a partir un piñón pues se trata de "asuntos de
Estado", hoy por hoy, Cataluña. Se entiende. Son los pilares de lo que
la nueva izquierda venía llamando el régimen, cuya columna
vertebral era el bipartidismo. El bloque del nacionalismo español está
en zafarrancho de combate. En su campo también se insulta mucho, pero
eso a El País le interesa menos. En todo caso hay un gran vocerío.
Que contrasta con el silencio de las izquierdas españolas no socialdemócratas, las que se llaman a sí mismas transformadora
y la novísima izquierda al desgaire. La aparente bronca entre
unionistas y separatistas y sus episodios más o menos sonados, como esa
carta de Felipe González, cual nuevo Zola del siglo XXI, parecen
cogerlas con el paso cambiado o ponerlas en un compromiso. De un lado no
quieren acercarse al bloque unionista por no parecer falangistas
imperiales pero, del otro, tampoco dar siquiera la impresión de
simpatizar con el independentismo porque temen perder todos sus votos en
el resto de España y quedarse como pollos desplumados. Así que, ya se
sabe, defienden el derecho de autodeterminación, pero no ahora sino cuando toque. Es decir, silencio. Esta izquierda española está fuera de la función y, en realidad, no tiene papel en la obra.
Y
no lo tiene porque no entiende la obra. Su interpretación del proceso
independentista está lastrada por sus dogmas ideológicos. ¿De qué
estamos hablando? ¿De una maniobra de la burguesía catalana, según la
vieja idea de Jordi Solé sobre la naturaleza del nacionalismo? ¿O quizá
de la recomposición de fuerzas en el ámbito de lo nacional popular?
¿Incluso, de un error estratégico de la izquierda catalana que, al
parecer, se deja engañar por la burguesía, haciéndole olvidar su
verdadera misión en este mundo? Porque aquí no es ya solamente que haya
referentes flotantes, es que puede haberlos vacíos. Es una izquierda desconcertada que trata de encontrar su hueco en un conflicto cuya naturaleza no entiende.
Nadie ha empleado el término revolución.
Y es cosa hasta cierto punto lógica porque primero hay que aclararse
entre las dos posibles acepciones del término: una vulgar, mundana,
hasta publicitaria, como cuando se habla de la revolución de los lavavajillas,
por ejemplo; y otra más específica, normalmente empleada en enfoques
históricos o politológicos que implican cambios de régimen, no solo de
legalidad sino incluso de principio de legitimidad, un uso que a veces
se ha aplicado superando los meros límites de lo político, con
denominaciones más mediáticas, como "revolución de los claveles" o
"revolución de terciopelo", pero se trata de casos aislados. Bien, ¿por
qué no puede llamarse al proceso que está viviéndose en Cataluña la revolución catalana?
El nombre no tiene derechos de autor y el contenido es una vivencia
subjetiva que mucha gente en Cataluña está experimentando de forma
directa, inmediata. La vivencia de estar asistiendo al nacimiento de una nación, de su nación.
Es el tren de la historia que pasa por su vida. Eso es algo que tiene
una fuerza de movilización extraordinaria y que el bando contrario ni
intuye.
Que las izquierdas revolucionarias
españolas no hayan visto una revolución cuando la tienen delante era
bastante de esperar porque siempre han sido más españolas que izquierdas
y solo reconocen una revolución si se ajusta a un manual de doctrina.
Pero eso no hace menos revolución la revolución catalana. Todo depende
de las elecciones del 27 de septiembre que, según el bloque unionista,
son unas simples y llanas elecciones autonómicas y para el resto del
planeta son más, mucho más. De su resultado depende lo que suceda en
España toda al día siguiente. Nada, o, entre otras posibilidades, una
Declaración Unilateral de Independencia, que es un acto típicamente
revolucionario por el cual el poder constituyente rompe la legalidad y
legitimidad anteriores y proclama unas nuevas, una nueva Constitución de
una República catalana. O sea, para entendernos, una revolución. Sire.
La carta de González no tiene tantas razones como dice El País
pero sí contiene las amenazas de rigor y los miedos habituales. Por
boca del expresidente del gobierno habla el temor del nacionalismo
español a quedarse sin país, también una vivencia colectiva
subjetiva única. De ahì que sea tan lamentable que González se atenga a
la Ley de Godwin y compare el independentismo catalán con los nazis y
los fascistas. Repase algo la historia y la próxima vez que quiera
comparar a los independentistas con alguien, hágalo con los Países
Bajos, primer Estado moderno en alcanzar la independencia de España, que
tardó ochenta años en reconocerla.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED