Este año que se agota, 2017, no ha tenido balance, balance general;
el balance ha sido, es y seguirá siendo, Cataluña. Los economistas más
reputados se asombran sin embargo de que la pesadilla catalana, tan
latosa, tan onerosa, tan peligrosa, no haya influido para nada, o casi
nada, en la recuperación del país, lo que demuestra, en trazos gruesos,
la enorme capacidad de regeneración que tiene nuestra sociedad.
Releo ahora, a la vera misma del 2018, los pronósticos o mejor dicho los diagnósticos, que técnicos tan reputados como Tamames, Iranzo en su momento, Solchaga, o los ejecutivos, de los partidos, de la CEOE y de los sindicatos, realizaron en pleno apogeo de la crisis, pongámonos en 2008.
Lo más optimistas calcularon que España no se iba recuperar hasta
dentro de 20 años; los pesimistas profesionales, azuzados por sus
compromisos políticos o quizá por su nula capacidad de predicción,
apuntaba incluso a los 50 años.
Antes, ni hablar, pronosticaban unos y otros. Pues bien: esto es lo
que hay, el dolor ha durado mucho menos y encima ha coincidido con la
crisis más grande que pueda soportar un Estado: su demolición. España ha
aguantado, está aguantando, la vesania de un grupo de orates,
entre rabiosos y estúpidos, empeñados en destrozar una herencia de
siglos, pero la sociedad, el conglomerado comunitario, ha aguantado y
hasta ha crecido, quizá porque ha aprendido a “convivir”, que era la
receta de Ortega, con los sediciosos.
Y en estas seguimos estando: a convivir. Un profesor universitario
señalaba hace unos días ante un grupo de oyentes empantanados en el
pesimismo, que: “No hay peor tratamiento que quedarse en el consabido
“algo hay que hacer” y añadía: “los portavoces de esa generalización no
son capaces cuando se les somete a un interrogatorio destinado a saber
en que consiste ese “algo”, de aportar una sola idea nueva, un proyecto
reformista interesante”.
La constancia no puede ser más acertada.
Ahora, una vez pasados dos auténticos tragos:
el del referéndum ilegal del 1 de octubre y el de las elecciones
legales del pasado 21 de diciembre, nos topamos con esa Cataluña
enervada, rota en dos mitades, que no tiene viso alguno de recomponerse
en el año venidero.
La tarea más urgente en el Principado es formar un Gobierno, aunque
bien visto, lo mejor que le podría ocurrir a Cataluña es que los
independentistas no pudiera formar gabinete alguno. ¿Es esa una ambición
imposible? Pues está por ver.
Si los sediciosos de vario pelaje, la antigua Convergencia, la Esquerra del preso Junqueras y la CUP,
no logran un acuerdo, allá para el 4 de abril podemos darnos la alegría
de una repetición electoral en el que se alumbrara una alternativa
conjunta contra la sedición.
Por más que parezca prematuro, en esa operación que en este momento
resulta inabordable, empiezan a trabajar las mentes más lúcidas del
país. Se trataría de componer la “Triple Alianza”, un
acuerdo de máximos (¿qué otra cosa es impedir que Cataluña se nos vaya
de las manos?) entre los tres partidos que apuestan por la
constitucionalidad, o sea, por el triunfante Ciudadanos, por el disminuido PSC y por el casi marginal PP. Hagan números, dicen al cronista, y comprobarán que esta alineación podría vencer a la separatista.
Pero no hay que fundar muchas esperanzas en que los prebostes
de estos tres partidos se avengan patrióticamente a guardar sus
diferencias en sus respectivos trasteros y a intentar ese “algo hay que
hacer” que todos los españoles, incluidos el 50% de los catalanes,
querríamos ver plasmado negro sobre blanco.
Por tanto y si no nos ayuda el odio africano que a anida en las
huestes de los sediciosos, lo más probable es que bastante antes de
Semana Santa se componga un Gobierno de conveniencia que lleve
otra vez a la crispación a toda la sociedad catalana. La verdad es que
no hay imaginación suficiente que puede entrever quién será el
presidente de ese grupo de facciosos.
Lo probable es que en unos días, lo verán, Junqueras, sea puesto en la calle una vez que, haciendo de tripas corazón y tras engañar al magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, se comprometa a respetar la Constitución y aceptar el 155 que, por lo demás, está ya en vías de extinción.
Junqueras volverá su pueblo y Puigdemont no ingresará, como sería aconsejable, en uno de los pocos nosódromos
que existen en el país, sino que seguirá deambulando de aquí para allá
en ese Estado absolutamente inútil que se llama Bélgica. No ensayará la
posibilidad de regresar a España donde sería detenido de inmediato. El
problema pues no estriba para los separatistas tanto en formar un
Gobierno sino en encontrar quien lo presida. Pues bien, de esto, tienen
que aprovecharse los constitucionalistas.
Cuando termine el olor navideño, volverá la tensión política en un
país que debería afrontar retos tan importantes como la reforma de las
pensiones o el fin del Estado fiscal confiscatorio.
No es fácil que un Gobierno como el de Rajoy,
dividido también en dos mitades y con algunos miembros mirándose de
reojo y diciendo sin decir: “Tú eres el culpable” o más bien: “Tú eres
la culpable”, pueda acometer cambios de tan gran calado, pese a la
insólita y comprobada capacidad de resistencia de Mariano Rajoy.
En las tertulias amicales o familiares de estas fechas, la pregunta recurrente es ésta: “¿Va a hacer Rajoy
crisis del Gobierno? Pues bien, un gallego, médico muy importante que
conoce bien al presidente, sentencia así: “Pues quizá sí, ¿o no?”. Está
todo dicho.
(*) Columnista