CARTAGENA.- Un lugar donde cada uno conoce al otro mejor que a sí mismo. Lo
bastante para confiarle tu vida, pues no cabe una segunda oportunidad si
alguien falla. Bienvenidos al submarino Mistral. Así se inicia un completo reportaje hoy en 'El País Semanal'
Aquí se viene llorado, porque no hay donde llorar a solas”. Con la
presteza que da haberlo hecho un millón de veces, la sargento primero
Rebeca Sánchez se descuelga cinco metros por un agujero no mayor que una
alcantarilla. Abajo bulle ya una actividad frenética, mientras en
cubierta varios marineros se preparan para soltar amarras.
Esta zamorana de 35 años es una de las seis mujeres que viven cuatro
meses al año en
El Tubo, como se le llama familiarmente. Si estuviera en
tierra firme, sería un zulo o un piso patera. Como navega sumergido, es
el
Mistral, uno de los tres
submarinos S-70 de la Armada española.
En menos de 100 metros cuadrados habitables, compartiendo una ducha y
dos retretes, conviven 66 personas. La mayor distancia que se puede
recorrer a bordo son 50 pasos, de un extremo a otro de un pasillo de
medio metro de ancho. Cada vez que te cruzas hay que ceder el paso,
echarte a un lado o pasar de canto. Esquinas y salientes están forrados
de gomaespuma (“chichoneras”) para amortiguar los inevitables golpes.
“La vida a bordo es muy diferente a la de un buque de superficie”, explica Sánchez, que pasó dos años embarcada en la fragata Reina Sofía.
“No hay esa separación [entre jefes y subordinados]. Aquí la intimidad
no existe, más que nada porque el espacio no lo permite. Aquí estamos
todos juntos y nos conocemos mucho mejor de lo que nos gustaría”.
Es imposible ignorar el aliento ajeno, esquivar el roce involuntario
de los cuerpos. Pese a esta intimidad forzada, todo el mundo se llama de
usted, no con el rango y el apellido, fórmula habitual en el Ejército,
sino con el don y el nombre de pila (el capitán de corbeta Garrido es
don Jorge; la sargento Sánchez, doña Rebeca), como si el trato
respetuoso y distante pudiese compensar la inmediatez física.
El Mistral (S-73) es un animal subacuático. En la superficie
parece lento y torpe. Desde lo alto de la vela, la torreta inundable
que corona la nave, encaramado en un frágil sillín y rodeado de mástiles
y antenas, el comandante Jorge Garrido, de 41 años, dirige la maniobra
de salida de la base naval de Cartagena (Murcia). Sus órdenes se
transmiten por un tubo de latón, el único sistema de comunicación que
nunca falla, hasta el vientre de este cetáceo de 1.700 toneladas de
acero que un experimentado timonel pilota a ciegas.
Bajo un sol que no calienta la fría mañana de principios de año, sale
a mar abierto por el eje de un canal dragado de 100 yardas (91,4
metros) por banda, corrigiendo el rumbo a cada paso para no desviarse.
Si lo hace, se podría topar con una imaginaria mina a la deriva o, peor
aún, recibir un suspenso por parte de sus calificadores.
Se trata de un ejercicio. Como el alarmante grito de “¡Hombre al
agua!” cuando Óscar (un muñeco que se ha bañado en los siete mares)
salta por la borda. “¡Avante 6!”, el submarino gira a toda máquina sobre
sí mismo mientras un oficial anima al supuesto náufrago con un megáfono
(“¡Aguanta! ¡Vamos a por ti!”) y otro calcula cuánto tiempo le queda
(según la temperatura del agua) para morir de hipotermia.
Los 15 alumnos de la Escuela de Submarinos que completan el pasaje
durante esta patrulla de 24 horas siguen la escena con semblante grave.
La ficción de hoy puede ser su realidad de mañana.
Tras arriar los mástiles y asegurarse de que todas las escotillas
están herméticamente cerradas, el comandante ordena inmersión y hay que
agarrarse para no perder el equilibrio. Cuando llega a la cota de
escucha (55 metros), donde quedará agazapado, atento a los ruidos que
llegan de la superficie, se ejecuta una de las operaciones más
delicadas: el “trimado” del buque, hasta dejarlo equilibrado para que no
se bambolee como un carricoche de feria.
“Aquí no hay segundas oportunidades. La vida de todos depende de que
nadie falle”, explica el jefe de máquinas, el teniente de navío
Francisco Barrios, de 42 años. El incidente más grave de un submarino
español en cuatro décadas se produjo
en diciembre de 2007 en el S-74 Tramontana, gemelo del
Mistral.
El buque estaba a 300 metros, su profundidad máxima, cuando un chorro
de agua helada se coló por uno de los pasacascos que conectan los cables
con el exterior. La nube de agua pulverizada y el ruido ensordecedor
sembraron el caos en la cámara de mando.
“Fue una avería bastante peligrosa porque estábamos a una cota muy
profunda y el agua entraba a mucha presión”, recuerda el capitán
Garrido, que entonces era el joven jefe de operaciones del Tramontana.
“La tripulación reaccionó de libro. Fueron cuatro minutos muy intensos
de subida. Hubo un momento en que no lográbamos inclinación suficiente.
El comandante gritaba animándonos a salir a flote. Cuando llegamos
arriba, fue muy emocionante. Yo creo que la Virgen del Carmen nos echó
un cable”.
La clave para reaccionar cuando el submarino se queda a
oscuras o se llena de humo es el automatismo. Repetir tantas veces la
maniobra que al final se ejecute sin pensarla. “El sudor en el
entrenamiento ahorra sangre en el combate”, repite el actual comandante
del Mistral.
Cuando un submarino quiere emerger, sopla lastres. Vacía cuatro
depósitos cargados de agua salada insuflándoles aire. Si no basta, como
último recurso, se desprende de dos barras de plomo de siete toneladas.
Al tirar de la palanca, el buque debe subir como una pelota. Pero no
conviene precipitarse; una vez soltadas, no hay forma de recuperar las
barras.
Por debajo de 450 metros, el casco resistente (el tubo interior de
acero que protege a la tripulación y a todos los equipos) no soporta la
presión exterior y colapsa. Implosiona y se deforma. Es lo que le
ocurrió al
submarino argentino Ara San Juan,
que desde noviembre de 2017 yace en el Atlántico Sur, convertido en
sarcófago de sus 44 tripulantes, a 907 metros de profundidad. En aguas
próximas a Cartagena, el fondo está a 2.000.
No se sabe lo que pasó en el sumergible argentino (más moderno que
los españoles), solo que su comandante reportó una vía de agua que
provocó un cortocircuito y un conato de incendio. Poco después se
detectó una explosión a 600 kilómetros de la costa patagónica.
El Mistral ha cumplido 33 años. El último de los submarinos
franceses de la misma clase fue desguazado hace 17. Para prolongar su
vida operativa ha habido que pedir un permiso especial al fabricante.
“Son submarinos veteranos, pero no viejos”, en palabras del comandante
de la Flotilla de Submarinos, el capitán de navío Alejandro Cuerda.
El futuro
S-80 será digital, pero el
Mistral
es analógico y en muchas funciones manual. Como en las películas de la
Segunda Guerra Mundial, sus tripulantes siguen tirando de compás,
escuadra y cartabón para marcar en la mesa trazadora la posición de los
buques que navegan en las inmediaciones.
Hay algunos que se oyen pero no
se ven, y otros que se ven pero no se oyen. Hasta que ambas cosas
cuadran, el teniente de navío Manuel Corral, segundo de a bordo, no se
queda tranquilo. Cuando se le pregunta cuál es su sistema de combate (la
interfaz que integra información de diferentes sensores), se señala la
cabeza con el índice.
Sistemas de última generación conviven con el equipamiento original
del buque, de los años ochenta del siglo pasado. Doña Rebeca escucha por
los cascos del “rabo” (un sofisticado sonar remolcado) el chillido
agudo de los delfines que escoltan al submarino, mientras a su lado
resuena el rítmico bip-bip de un armatoste de rayos catódicos.
El capitán de corbeta Garrido calcula a ojo la posición de los buques
que divisa por el periscopio de ataque. Mide su altura, descuenta los
aumentos de la lente y deduce su distancia, rumbo y velocidad. Enfrente,
el operador del periscopio de vigilancia (con telémetro e infrarrojo)
confirma o afina la estimación del jefe. ¿Para qué el primer periscopio
teniendo el segundo? “Porque se ve demasiado y no se puede izar en
combate”, explica don Manuel.
La gran virtud de un submarino es pasar inadvertido. Su peor defecto,
la indiscreción. Por eso, el radar casi nunca se activa, ni la ruidosa
potabilizadora de agua, mientras que la carga de las baterías se hace de
noche. Cuando hay que “asomar la gaita” (sacar el periscopio), la
maniobra se limita a unos pocos segundos, que cronometra en voz alta un
oficial mientras otro otea el horizonte.
El paso de las horas lo marca la rutina de las comidas y los turnos
de trabajo. El almuerzo y la cena se sirven en dos tandas (13.00-14.00 y
19.00-20.00), y las guardias se prolongan seis horas por el día y
cuatro de noche. Si se pierde la noción del tiempo, basta fijarse en la
cámara de mando: la iluminación, siempre tenue, cambia de blanca a roja
tras la puesta de sol. Y el comandante se tapa un ojo con un parche
negro como si fuera un pirata. Es para que esté habituado a la oscuridad
cuando tenga que pegarlo al periscopio.
A las 18.30 suena una sirena. “¡Humo en la sala de máquinas!”. Los
veteranos no se alteran. Otro simulacro. Los que no están de guardia se
dirigen resignados a la sala de torpedos.
El submarino tiene dos zonas refugio, a la proa y a la popa, donde
encerrarse herméticamente en caso de emergencia. En ambas hay esclusas a
las que podría acoplarse un batiscafo o por las que escapar con trajes
especiales, si la presión no es insoportable para el cuerpo humano. En
la popa del
Kursk se
refugiaron los supervivientes de las dos explosiones que mandaron al
fondo del mar de Barents al submarino nuclear ruso en agosto de 2000, a
la espera de un rescate que no llegó nunca.
Mientras algunos tripulantes combaten con extintores el supuesto
incendio, los demás se ponen mascarillas y las enganchan a un conducto
con oxígeno que recorre la nave.
El aire es un bien escaso. Si no pudiera hacer snorkel,
subir a cota periscópica para cargar baterías y renovar oxígeno dos
veces al día, la tripulación solo sobreviviría 72 horas. Algo más si se
quedara inmóvil y ahorrara cualquier esfuerzo. El último recurso, aunque
limitado, son candelas de oxígeno y cal sodada para eliminar CO2.
Antes se usaban canarios. Ahora, detectores distribuidos por el buque
controlan la calidad del aire. El segundo comandante verifica que sea
respirable. Lo que no se le puede pedir es que huela a rosas.
Los tripulantes no se ponen de acuerdo sobre a qué huele el submarino
tras semanas de navegación: “A espacio cerrado. A humedad herrumbrosa. A
gasóleo. A humanidad”. Todo condimentado con efluvios del menú del día
por más que el cocinero haga malabarismos para evitar asados y fritos.
El olor no se percibe dentro, pero te lo llevas a casa impregnado en
la ropa. A bordo no hay lavadoras y el agua está severamente racionada:
tres minutos de ducha por cabeza cada tres días.
“Aquí todos somos voluntarios y la gente escrupulosa no viene a
submarinos”, explica la cabo Raquel Martínez Franco, mallorquina de 29
años. Tampoco la claustrofóbica.
En 2019 se cumplen 20 años de la incorporación de la mujer a este
tipo de nave, una década después que en el resto de las Fuerzas Armadas.
Hoy son 26 de un total de 330 submarinistas (el 7,8%), 19 de ellas
embarcadas. Cuando las militares llegaron a los submarinos se puso una
mampara en la ducha, para poder cambiarse dentro, y se les reservó una
zona del dormitorio. Pero la mayoría de las mujeres no duermen juntas.
Las literas se reparten según la categoría (oficiales, suboficiales,
cabos y tropa) por rigurosa antigüedad, y la sargento Rebeca Sánchez,
con tres lustros de servicio, no está dispuesta a renunciar a la que le
corresponde solo por no pernoctar entre varones.
Es difícil que se den situaciones de acoso o que algún tripulante se
sobrepase con otro. No hay un rincón que no esté expuesto al ojo ajeno.
Pese a ello, como precaución, admite el capitán Garrido, se evita que
embarque una mujer sola.
Lo peor no es la privación de intimidad, ni pasarse semanas sin ver
la luz del sol o respirar aire libre. Tampoco que se entumezcan los
músculos por falta de ejercicio: el único lugar donde estirarlos es el
estrecho hueco que queda entre las literas, pero no se puede ser ruidoso
porque siempre hay alguien durmiendo. “Lo peor está dentro de tu
cabeza”, explica la cabo Martínez Franco.
Durante una misión (que puede durar hasta 45 días, reserva máxima de
víveres), la tripulación se queda totalmente aislada: ni teléfonos, ni
redes sociales, ni comunicación alguna con el exterior. Solo una vez
cada 24 horas se activa el satélite para enviar y recibir los mensajes
de correo electrónico almacenados en el buzón, tras someterlos a censura
por razones de seguridad.
La falta de noticias de la familia o la
impotencia ante un problema en casa pueden convertirse en un tormento.
“Velamos unos por otros y, si te preocupa algo, más vale que disimules
porque todos van a preguntarte”, zanja la sargento Sánchez.
El último ejercicio programado es el lanzamiento de un torpedo contra
un mercante. El proyectil filoguiado, con 250 kilos de explosivo,
avanza sigiloso hacia su objetivo, a 7,5 kilómetros. Cinco minutos
después, el operador confirma eufórico: “¡Impacto!”.
En realidad, lo único que se lanza esa noche son media docena de
bolsas con restos de comida. Antes de arrojarlas al mar se agujerean, no
para evitar que lleguen a la costa, sino para que no se queden flotando
y revelen la presencia de un submarino debajo.
Los buques de guerra
están exentos de cumplir el convenio MARPOL, que previene la
contaminación marina, pero fuentes de la Armada aseguran que solo se
tira la basura orgánica. No se adivina dónde podrá almacenar el Mistral los desechos de plástico.
Conforme avanza la noche, los que no están de guardia se retiran a
las camaretas. Las salitas donde se jugaba a las cartas se vacían y el
pasillo por el que circulaban botes de cerveza y algún cigarrillo
furtivo se despeja. Hoy pocos duermen en cama caliente: literas y
torpedos se disputan el mismo espacio, y a menos de los segundos, más de
las primeras.
A las 6.43, el Mistral inicia el ascenso a la cota
periscópica (14 metros). Antes de “pinchar” la superficie, da una vuelta
sobre sí mismo para evitar que el ruido de su propia hélice le tape
algún sonido en la popa.
Cuando un submarino emerge, nunca está totalmente seguro de que no se
llevará alguna sorpresa. El sonar le permite escuchar a los barcos que
navegan por las inmediaciones. Su alcance depende del equipo, pero
también de la salinidad y temperatura del agua.
Si hay un mercante fondeado, un motor auxiliar puede delatar su
presencia, pero ¿y si está complemente parado? ¿Y si es un velero?
Mientras emerge, el comandante pone el periscopio en vertical para
atisbar el reflejo de la luz del día. La oscuridad le alerta de que
algún objeto se interpone entre el submarino y el sol, pero ¿y de noche?
“El mar es muy grande”, me tranquiliza un oficial. Enorme. Pero el sumergible nuclear británico HMS Ambush
colisionó en julio de 2016 con un mercante en el estrecho de Gibraltar.
Afortunadamente, sin víctimas.
Peor le fue al pesquero japonés al que
en febrero de 2001 embistió el USS Greeneville en Hawái. Nueve
pescadores se ahogaron.
La peor catástrofe de un submarino español en
tiempo de paz ocurrió el 27 de junio de 1946. Durante unas maniobras, el
submarino C4 emergió ante la proa del destructor Lepanto, que lo arrolló y lo partió en dos. Sus 44 tripulantes siguen en el fondo del mar, a 13 millas del puerto de Sóller (Mallorca).
El abuelo del capitán Garrido era suboficial de máquinas del C4,
pero su muerte no le disuadió de hacerse submarinista. “Al contrario,
creo que me motivó más. Quise saber qué era un submarino, vivir lo que
él vivió. No llegué a conocerle, pero le tengo presente cada vez que
salgo a la mar y me siento muy orgulloso de seguir sus pasos”.
En la cubierta del Mistral, justo detrás de la vela, va una
pasajera a la que los tripulantes miran de reojo. Es Ofelia, la boya de
emisiones de radio y destellos luminosos que se lanza automáticamente
para señalizar el lugar donde se ha hundido un submarino. Si todo falla,
quedan Ofelia y la Virgen del Carmen.