Los periodistas, benditos/as sean, a veces le echan sal a la vida. Este de Pressdigital dice que el ministerio del Interior sigue de cerca a Puigdemont. Más
o menos como siguió de cerca las 6.000 urnas del referéndum del 1º de
octubre sin encontrar ni una. Un sabueso este ministerio.
Por ello, para
mostrar cuán de cerca se sigue al prófugo, se blindan todas las
fronteras aéreas, terrestres y marítimas. Son los preparativos para un
asedio y asalto de algún poderoso enemigo que nadie sabe por dónde puede
atacar. El Estado se blinda frente al prófugo.
Después
de la inauguración del AVE detenido 20' en un trayecto de 2h 25' esto
otro roza lo sublime. Sobre todo cuando Zoido se apresta a fiscalizar
los maleteros de los coches.
Lo vistoso del zafarrancho oculta un punto crucial: ¿qué se pretende con ese despliegue? Pueden ser dos cosas:
a)
impedir que Puigdemont pise territorio español, rechazarlo en la
frontera. Pero eso es imposible. El Estado no puede impedir la libertad
de circulación de sus ciudadanos y mucho menos por decisión de un
ministro que, además, está obligado a cumplir una orden judicial de
detención contra Puigdemont. Si Zoido rechaza al presidente en la
frontera, más le vale irse con él.
b)
detener a Puigdemont apenas se lo aviste en carne mortal. Pero, para
eso no es preciso blindar todas las fronteras ni fisgar en los maleteros
de los coches, aunque ya se sabe que la medida costará otra pasta, cosa
que le otorga mucho atractivo a los ojos de este ministro otrora
rumboso alcalde. Bastaría con enviar una pareja de agentes de la
autoridad al Parlament, al que, sin duda alguna, dirigiría sus pasos el presidente.
El
Parlament ha propuesto a Puigdemont para la investidura. Es el gobierno
central quien debe aceptar la decisión y garantizar que dicha
investidura se produzca y sea presencial. Si, contra derecho y razón, se
obstina en prohibirla, la investidura se hará por vía telemática. Y la
cuestión será hasta dónde está dispuesto a llegar el Estado para
impedirlo.
Jueces políticos
Mi artículo de hoy en elMón.cat.
Acostumbran a decir los juristas que cuando la política entra por la
puerta, la justicia sale por la ventana. Y es patente. En especial
cuando la justicia salta por la ventana para mezclarse directamente en
la brega política, faltando así a su cometido.
El nuevo episodio
Pimpinela de Copenhague ha sido otro golpe devastador para el prestigio
del Poder Judicial por tierras del infiel. Las explicaciones del juez
Llarena sobre su pasividad o contraactivismo judicial han levantado una
polifonía de voces de expertos en el país, horrorizadas de que el más
alto tribunal actúe como brazo del príncipe.
En fin, de eso va el articulejo cuya versión castellana sigue:
La justicia política no es justicia.
El
expresidente del Tribunal Constitucional, Pérez de los Cobos aspiraba a
una plaza en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y este órgano ha
calificado su aspiración con un cero. Si el humillante suspenso se debe a
que ignora el inglés y el francés, las dos lenguas oficiales en la UE o
a otras carencias es indiferente.
Ese suspenso es como la navaja de
Occam y demuestra que en el extranjero no sirve el enchufismo, el
caciquismo y la fidelidad canina al tirano de turno para conseguir
nombramientos como en España. Hay que demostrar capacidad en competencia
limpia con otros aspirantes. No basta con ser amigo de Rajoy, militante
del PP y estar dispuesto a lo que sea para servir al amo.
¿Qué
interés tiene el gobierno en que Pérez de los Cobos ocupe un puesto
para el que no vale? El de seguir contando con un juez obediente y de
partido en un órgano en el que probablemente hayan de verse en apelación
las decisiones que los tribunales españoles tomen en la causa general
contra el independentismo montada por orden de ese mismo gobierno.
Es el
estilo de esta derecha franquista: utilizar a los jueces para su
política partidista como antes empleaba a los militares. De ahí que
manipule sistemáticamente el poder judicial, que proponga jueces de su
partido y trate colocarlos siempre en sitios clave para que favorezcan
su política partidista, incluso la supuestamente delictiva.
Pérez
de los Cobos ya había aspirado el año pasado a esta plaza con el apoyo
firme del gobierno, pero el Supremo anuló la propuesta porque llevaba
una trampa (un ilegal límite de edad) que favorecía a su candidato y
perjudicaba a los otros. Esto no hubiera sido óbice para que de los
Cobos se calzara el nombramiento. El hombre está acostumbrado a hacer
trampas y mentir para alcanzar sus objetivos. Cuando su nombramiento al
Constitucional pasó por el Congreso, “olvidó” declarar que había sido
militante del PP. Es decir, omitió la verdad con intención engañosa. O
sea, mintió.
Así
llegó a la presidencia del Tribunal Constitucional (TC) para garantía
de que este Tribunal haría lo que quisiera el gobierno. Durante todo su
mandato. Solo en su discurso de despedida se atrevió a decir este juez
pepero que el TC había aceptado los criterios del gobierno como propios y
tratado asuntos políticos que no le competían.
Es decir, venía a
reconocer que podía haber prevaricado al servicio del poder político. De
ahí que, muy contento con la manifiesta catalanofobia de este juez de
familia y educación franquistas (su padre fue militante de Fuerza
Nueva), el gobierno volviera a apoyarlo para TEDH con el merecido
resultado que ha conseguido.
Dictadura
y prevaricación como forma de gobierno en España. La coyunda entre los
gobernantes y el TC se repite ahora con el Tribunal Supremo porque en la
lucha contra el independentismo catalán vale todo, incluso la
conversión del seudoestado de derecho en una dictadura real.
No
pudiendo aplastar el independentismo catalán por medios militares como
les pide el cuerpo a los franquistas del gobierno, este ha movido a sus
jueces para abrir una causa general contra el movimiento catalán,
resucitar los “delitos de opinión”, restablecer el espíritu
inquisitorial y perseguir a las personas no por posibles delitos sino
por sus opiniones políticas.
Los dos Jordis, Junqueras y Forn están en
la cárcel por sus ideas y creencias de forma que, si se retractaran, el
gran inquisidor, Llarena, los pondría en libertad en un acto que, no por
beneficioso para los injustamente tratados, resulta menos injusto por
tratarse de la pura arbitrariedad personal del juez, que sigue las
órdenes del comportamiento dictatorial del gobierno a cuyo servicio
está.
El
juez del Supremo, Llarena, rechaza la petición fiscal de una orden de
detención contra Puigdemont en Copenhague argumentando que no puede
dictarla porque eso iría en beneficio del acusado que, según él fabula,
quiere que lo detengan en Dinamarca para ser investido presidente por
voto delegado cuando la investidura es ilegal.
Pero
estos no son razonamientos de un juez, sino de un gobernante. Un juez
tiene que aplicar la ley y no hacerlo o no según conveniencias políticas
que no son asunto suyo. Por eso Llarena no actúa propiamente como juez
(a pesar de las ineptas logomaquias de sus autos) sino como auxiliar a
las órdenes políticas del gobierno.
Es este el que no quiere investido a
Puigdemont, legítimo presidente de la Generalitat. El juez lo que hace
es cumplir las órdenes del gobierno o quizá orientarlo en su política de
imposición nacionalcatólica española pero en ningún caso administrar
justicia.
Porque
la justicia de Peralvillo, propia de España (primero se ejecuta al reo y
luego se le instruye la causa) jamás podrá ser justicia. Este es el
momento en que los dos Jordis, Junqueras y Forn siguen en la cárcel por
voluntad del gobierno y complacencia de los jueces que, como en
Peralvillo, llevan unos meses inventándose los delitos para acabar
haciendo un remedo de causa judicial antiindependentista.
Y
esa es la intención con el legítimo presidente de la Generalitat:
perseguirlo, detenerlo, esposarlo, humillarlo y exhibirlo en público,
como un trofeo tan anticatalán como los cuatro millones de firmas
“contra Catalunya” que Rajoy y los suyos consiguieron en contra del
Estatuto de 2006 y con el que abrieron el camino a la independencia
catalana.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED