Hablamos de que España tiene una herida colonial -las dificultades
para hablar con respeto a África y a América Latina y sin humillarnos
ante Europa-, una herida territorial -no entender que España tiene
varias naciones en su seno-, y una herida social -responsable de la
brecha en la desigualdad y de la diferente esperanza de vida dentro del
propio territorio español-. Sin embargo, hablamos menos de la
herida ciudadana, es decir, de esa herida por donde sangra una España
donde lo de todos es lo de nadie y donde se cuida poco la
responsabilidad de cada cual con la convivencia colectiva.
La herida social es responsable de que el Presidente del Gobierno haya cobrado sobresueldos
y siga en el cargo; es responsable de que detrás de los casi mil cargos
de corrupción del PP haya empresarios que se hayan lucrado ilegalmente
en contra de otros empresarios que no pagaron el 3% y que no estén
siendo juzgados; responsable de que la iglesia católica haga un papel
diciendo que la Mezquita de Córdoba es suya y se la quede como quien se
encuentra una moneda de diez céntimos; y también de que un juez
permita como prueba la presentada por unos presuntos sinvergüenzas que
después de una violación más que presunta, contratan a un detective para
perseguir a la víctima con el fin de justificar que a las mujeres, en
el fondo, les encanta que las violen un grupo de borrachos en un portal y
lo cuelguen en sus redes.
Hay tres instituciones esenciales en la historia de España
donde las mujeres han tenido poca relevancia: la iglesia, la monarquía y
el ejército. Las mujeres han tenido problemas en cualquier
lugar del mundo -en el Génesis con el que se abre la Biblia, Dios pide
ayuda a Adán para ponerle nombre a las cosas del mundo pero no solicita a
Eva su colaboración. Es lo que tiene nacer de una costilla-. Pero en
España, la especial presencia de la religión en la escuela, en el Estado
y en la vida civil -desde los nacimientos a la muerte pasando por las
fiestas, los matrimonios, las patronas -no me refiero a Cifuentes-,
botar un barco o bendecir cañones, ha colocado a la mujer en un lugar
social poco relevante.
Durante el franquismo, los maltratos eran zanjados en las
comisarias con burlas hacia las maltratadas, los maridos tenían
derechos sobre la vida de las mujeres adúlteras sorprendidas carnalmente
con otros amores y se hacían anuncios de coñac donde para evitar un
bofetón de tu pareja tenías que esperarle a la vuelta del trabajo con
una copa de brandy y las pantuflas. Jueces ha habido que han
echado la culpa a las mujeres violadas por llevar minifalda y obispos
que dicen que las jóvenes van provocando. Lástima que se olviden eso de
la Biblia cuando dice que si tus ojos te molestan arráncatelos.
En
democracia, está siendo lugar común de los nuevos hombrecitos sentir que
tienen derecho en las fiestas a abusar de mujeres, de controlar sus
teléfonos móviles, de dictarles cómo deben vestirse o a quién deben ver o
de exigirles menos derechos que los que ellos se arrogan, eso sí,
siempre arropados por la manada, por la fuerza física y por la impunidad
simbólica de una sociedad que lo tolera.
En poco ayuda que las
grandes televisiones vuelvan a invitar a maltratadores como si fueran
estrellas o que RTVE haga programas con connotados machistas zafios y
sucios que, curiosamente, son forofos del PP, de Rajoy, furibundos
antichavistas, enemigos declarados de los malditos de Podemos -la nueva
antiEspaña- y, por supuesto, firmes católicos, apostólicos y romanos (cuánta lucha pendiente tienen los cristianos decentes contra estos usurpadores).
Que unos más que presuntos violadores en manada permitan que se espíe
a una mujer que ha denunciado una violación implica mucha impunidad y
ningún arrepentimiento. Que un juez lo asuma como prueba abre dudas. Es
verdad que los violadores cuando son enjuiciados deben tener los
derechos que corresponden a cualquier acusado. Cuesta trabajo asumirlo
por el asco que dan, pero tienen derecho a su defensa. La democracia no
se pone al nivel de los que atacan la democracia. Pero no debiera salir
gratis que en ese derecho a la defensa se pretenda seguir haciendo daño a
la víctima.
Para ir cerrando la herida social y parecernos a otros países
europeos donde estas cosas ya no pasan, corresponde a la ciudadanía no
tolerar ni un solo ataque más a las mujeres. En el matrimonio, en la
vida de pareja, en el trabajo, en las aulas, en la calle, en los medios
de comunicación, en los anuncios, en la política y en el compromiso
internacional con la igualdad.
A todos se nos escapan todos los días
micromachismos. Ese “no darnos cuenta” debe activar nuestra obligación
de estar más atentos. Y no olvidar que cuando haya más mujeres juezas,
es bastante probable que haya mayor sensibilidad judicial para estos
asuntos. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, “jueza”
sigue aceptándose como la mujer del juez.
(*) Profesor titular de Teoría del Estado en la Universidad Complutense