Cualquiera que haya seguido el proceso
independentista dará fe de que se ha desarrollado de acuerdo con muy
cuidadosas y escalonadas previsiones. Se han cubierto etapas
planificadamente y se han ido designando con muy pensados nombres
medidas jurídicas, políticas, orgánicas, mediáticas, como la ley de
transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana; el
correspondiente Consejo Asesor para la Transición Nacional; los lemas
"de la ley a ley", "de la autonomía a la preindependencia" "de la
preindependencia a la independencia".
Todo en el habitual piélago de
recursos y contrarrecursos del gobierno central. Lo que no merma la
impresión de que se trata de un proceso, un itinerario, un viaje, una
transición, cuidadosamente planteada en sus etapas.
Pero,
a medida que estas se suceden y, por tanto, retrasan el logro final, se
vienen a la memoria las aporías de Zenón. Aquiles nunca alcanzará a la
tortuga. El independentismo nunca llegará a la República pues siempre
tendrá una etapa por delante. Los estrategas siempre tendrán una razón
(o se verán forzados a invocarla) para justificar otra postergación,
otro aplazamiento.
Habiendo
llegado hasta aquí, dos cosas son obvias: a) el cumplimiento del
mandato del 1-O pone a la Generalitat en curso de colisión con el
Estado; b) la colisión puede darse en cualquier momento no previsto y
tener consecuencias muy negativas, aunque no necesariamente igual de
negativas para ambas partes.
Las
dos saben que se encuentran en una especie de empate inestable y
desigual. El Estado no tiene más propuesta para Catalunya que el retorno
al statu quo; la Generalitat no acepta nada que no sea la
autodeterminación de los catalanes. Inestable y desigual. En cierto
modo, hay una dualidad de poderes, aunque asimétricos: el Estado
controla el territorio de Catalunya, pero no su población e
instituciones.
La Generalitat está apoyada por la población y las
instituciones, pero no controla el territorio. La ventaja material es
del Estado; la moral, de la Generalitat. Lo que hace democrático un
gobierno no es su control sobre un territorio, sino ser libremente
aceptado por la población.
Los
independentistas conocen esta ventaja y Quim Torra en especial enfoca
la tarea de la Generalitat como la implementación de la República de facto, en tanto se produce su proclamación de iure. Pero lo más probable es que esa proclamación de iure,
que implica ruptura con el ordenamiento jurídico español provoque un
conflicto. De ahí que se retrase, porque, aunque los dirigentes anuncien
que la independencia requerirá sacrificios, nadie está interesado en
adelantarlos.
Los habrá. La situación creada en la Plaza de Sant Jaume tiene
el valor de un experimento de laboratorio para ver la complejidad y el
carácter crítico del momento: las acampadas lo están en tanto se
implementa la República, pero la orden de los Mossos de desalojar
es para hacer sitio a una manifestación el domingo en contra de la
inmersión lingüística.
Los independentistas lo viven como una doble
provocación: se les niega su libertad de expresión y se ataca la lengua
catalana. Triple, si se tiene en cuenta que un sector de los Mossos apoya la manifestación contra la lengua. Parece todo preparado para provocar un incidente.
Estos
enfrentamientos serán cada vez más frecuentes. El Estado no puede
obligar a la fuerza a la mayoría de la población a aceptar una forma de
gobierno que rechaza. Pero, al mismo tiempo está obligado, él sí, a
intentarlo porque no puede aceptar el incumplimiento de la ley y la
desobediencia sistemática en una parte de su territorio.
Lo
característico de estos enfrentamientos es que se ventilan en la calle,
a través de acciones populares que pueden estar planificadas o no. Las
personas acampadas en Sant Jaume, según mis noticias, lo están a título
personal. Pero eso no quiere decir nada en cuanto a la obligación a su
vez de las entidades independentistas de proteger y hacer suyas las
iniciativas populares.
El
hecho de ventilarse en la calle, en la agitación de una sociedad muy
movilizada, hace que sus consecuencias sean imprevisibles. Todos los
proyectos, planes, etapas, quedan aquí en suspenso y se acepta que puede
haber un resultado no previsto. La República puede surgir en un momento
toda entera y resplandeciente como Palas Atenea de la cabeza de Zeus
pensante o bien como una Marianne en las barricadas de Delacroix.
Porque,
como escribió Marx, otro que sabía mucho de barricadas, "los hombres
hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio".
Desde luego. En Catalunya hay que contar con la gente. Y confiar en ella.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED