Las líneas de tren de alta velocidad han cumplido en España 25 años.
La efemérides se ha celebrado por todo lo alto. El actual Presidente del
Gobierno y el expresidente González han encabezado de forma compartida
los festejos. Los medios de comunicación y el conjunto de la sociedad
admiran orgullosos el logro colectivo.
Resulta siempre ingrato el papel de aguafiestas, pero es difícil no extrañarse ante este espectáculo cuando se está mínimamente familiarizado con la literatura académica que estudia la rentabilidad social del AVE. Numerosos y cualificados especialistas (entre los que destacan Ginés de Rus, Gerard Llobet u Ofelia Betancor) han abordado el asunto. Su conclusión principal es contundente y unánime: el AVE no es una inversión socialmente rentable.
Un primer motivo de preocupación debería ser la diferencia entre lo
que se ha hecho en España y en otros países. Ningún otro país ha
apostado de forma tan decidida por la inversión pública en este medio de
transporte. La red española, de casi 4.000 kilómetros entre trayectos
en servicio y en construcción, duplica la francesa, triplica la alemana y
sólo es superada por la de China. En términos relativos (kilómetros por
millón de habitantes) la española es, con diferencia, la mayor del
mundo. Esto, que suele citarse como motivo de orgullo, resulta
sospechoso. ¿No será que los demás países han realizado más
cuidadosamente los análisis coste-beneficio?
Los recursos públicos empleados en nuestro país han sido ingentes. El
coste de la construcción se acerca a los 50.000 millones de euros, a
los que hay que añadir los gastos anuales de mantenimiento. Todo para
dar servicio a un limitado número de usuarios (unos 30 millones anuales)
que apenas suponen el 1% de la movilidad total de pasajeros en España.
Al ser tan extensa, la red española tiene una baja densidad de
utilización en términos de número de pasajeros por kilómetro de vía.
Según los hallazgos académicos, ninguna de las líneas en
funcionamiento será capaz de cubrir mediante sus ingresos los costes de
la inversión en un período de 50 años. La línea Madrid-Barcelona, que
transporta el mayor número de viajeros, cubrirá algo menos del 50%,
cifra que desciende al 11% en la línea Madrid-Andalucía y no llega al
10% en la Madrid-Valencia. En el caso de la línea Madrid-Norte de
España, en proceso de completarse, ni siquiera se cubrirán los costes
variables asociados a la explotación, es decir, no se recuperará nada de
los costes fijos de la construcción.
Ha de tenerse en cuenta además que el tren de alta velocidad español
funciona como un sistema sustitutivo, más que complementario, del avión.
Como también existen autovías y líneas de ferrocarril convencionales
que cubren esos mismos trayectos, la mejora de la movilidad es limitada.
En gran medida, lo que se logra es un desplazamiento del tráfico desde
otros modos de transporte alternativos.
Los estudios no han encontrado evidencia significativa a favor de la
reducción de las desigualdades regionales, ni del aumento del turismo.
Incluso las ventajas para el medioambiente, tan a menudo citadas, son
muy discutibles. La construcción de las líneas tiene un impacto
medioambiental negativo considerable, por la superficie que ocupa, el
“efecto barrera” que genera en el territorio y la contaminación (tanto
acústica como visual y atmosférica).
Limitándonos al impacto sobre la emisión de gases de efecto
invernadero, es difícil que la alta contaminación provocada durante el
período de construcción (por camiones, excavadoras, tuneladoras…) se
consiga compensar gracias a la reducción de emisiones respecto a los
modos de transporte alternativos, incluso en períodos largos.
El manido argumento de la creación de empleo no resulta tampoco demasiado convincente, pues también podrían crearlo los usos alternativos de esos recursos. Lo que nos lleva al concepto de coste de oportunidad, tan importante en Economía. ¿No habrían estado mejor empleados esos ingentes recursos en usos alternativos, como la mejora de los trenes de mercancías o cercanías, o en otros fines como la educación y la investigación científica?
Existe, por otro lado, un riesgo no desdeñable de que esta tecnología
de transporte, desarrollada hace ya medio siglo, se quede obsoleta
frente a nuevas alternativas que vayan surgiendo gracias al progreso
técnico.
En definitiva, es fácil comprender por qué las empresas constructoras
de las líneas y las autoridades que inauguran estaciones en período
electoral celebran tan alborozados el cumpleaños del AVE, mientras
anuncian nuevos tramos hacia capitales de provincia cada vez menos
pobladas. Lo que resulta más difícil de entender es la aparente
satisfacción social.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid