Una esquela de página entera en los primeros periódicos del nuevo
año, con su cruz gigante, su D. E. P., sus letras negras y su mal rollo,
fue la forma elegida por los populares para comunicar a los cuatro
vientos la defunción del Impuesto de Sucesiones y Donaciones.
En
realidad, el gravamen habita aún entre nosotros, aunque ciertamente
reducido a cenizas porque se ha minorado hasta un simbólico 1% el
dineral que antes se apoquinaba por recibir una herencia entre padres,
hijos y cónyuges y por realizar una donación ‘inter vivos’ con estos
mismos grados de consanguinidad.
La publicidad mortuoria no parece el
mejor modo de felicitar a nadie ni de alborozarse ante una rebaja
fiscal, pero el logro está conseguido, y con creces, si lo que se
pretendía era hacer ruido y llamar la atención en las redes sociales,
donde Mariano Rajoy contribuyó al debate con un ‘me gusta’ y la
oposición sigue dándole cera a la esquela.
Lo sustantivo del
asunto, sin embargo, no radica en tan singular alboroque, sino en la
supresión misma del impuesto. Lleva razón el consejero Andrés Carrillo
cuando la considera «una medida de política social de primer orden».
Muchos de los 15.000 murcianos que cada año afrontaban el pago de este
tributo terminaban renunciando por cientos al legado de una casa
paterna, o de cuatro tahúllas en la huerta, ante la imposibilidad de
abonar el gravamen, que no siempre era soportable para una economía
modesta: recibir en herencia un bien valorado en 180.000 euros, por
ejemplo, comporta ahora el pago previo a Hacienda de 240 euros, pero
hasta 2015 suponía un castigo de 24.000 euros, que ya en 2016 se limitó a
‘solo’ 3.000 merced a una primera rebaja, también significativa (del
60%), pero que entonces no se anunció con tantas alharacas.
La
eliminación del impuesto no es, por consiguiente, una decisión que
favorezca únicamente a los ricos. Y objetar que los 26 millones que la
hacienda regional dejará de ingresar este año podrían destinarse a
mejorar la sanidad llevaría al absurdo de preguntarnos por qué no volcar
en el maltrecho sistema de salud la totalidad de las arcas públicas,
dada la voracidad insaciable del gasto sanitario, que solo podrá
contenerse -y va veremos hasta qué punto- de la mano de un nuevo y más
razonable sistema de financiación autonómica.
A mi parecer, la
eliminación del Impuesto de Sucesiones y Donaciones constituye una buena
noticia, quizá el primer mojón de un año, 2018, del que Fernando López
Miras vaticinó en su discurso de Nochevieja que será el «más positivo de
la historia reciente», empujado sin duda por un entusiasmo que, con
independencia de que se antoja exagerado, anticipa la ruta de campaña
que el PP ha dibujado ya, y que está marcada por la necesidad de poner
tierra de por medio con Ciudadanos.
El partido de Albert Rivera le comió
la tostada a los populares en Cataluña y amenaza con un crecimiento
electoral análogo en el resto de las comunidades, así que en esta pugna a
codazos con la formación naranja es donde encaja el hecho de que PP y
Ciudadanos se disputen como niños el mérito de haber eliminado el
impuesto sucesorio. Tan lejos llegan unos y otros en su empeño por
atribuirse la gloria de la rebaja fiscal -incluida por el PP en su
programa electoral de 2015- que a la esquela de marras respondió
enseguida en Twitter el jefe de filas de Ciudadanos, Miguel Sánchez, con
un mensaje más propio de un consejero con mando en plaza que de un
portavoz de la oposición: «Comenzamos el año eliminando impuestos».
La
gresca durará hasta que las urnas se abran en 2019. Aún no habían
terminado los dos partidos de enterrar el Impuesto de Sucesiones y
Donaciones, y allí mismo, en el velatorio, volvieron a chocar, pero esta
vez por algo más peliagudo, de mayor gravedad y de resonancia nacional:
la citación por el Tribunal Supremo de la senadora Pilar Barreiro,
imputada en ‘Púnica’, el mismo caso que tumbó al expresidente Pedro
Antonio Sánchez. Ciudadanos quiere su cabeza, y está en su derecho a
cobrársela porque firmó un pacto de investidura con Mariano Rajoy, y los
pactos se cumplen o se tiran a la basura.
Pilar Barreiro es ya el
problema principal de Fernando López Miras. Si el PP sigue haciéndose
el remolón con sus imputados, no podrá afianzar la solvencia de su
candidato a la Comunidad Autónoma y su virginidad política quedará
desautorizada como principal activo para conducir al PP hasta una
victoria electoral.
O López Miras hace valer su condición de presidente
regional del partido, y aparta del Senado a la exalcaldesa de Cartagena
-inmediatamente y sin la menor conmiseración-, o quedará tocado para
siempre por la misma conchabanza que tantos disgustos ha traído al PP
cuando le ha tocado lidiar con la corrupción y se ha cruzado de manos.
Malo sería que López Miras se dejara conducir por su antecesor en la
resolución de este asunto, y peor aún que aceptara las presiones de la
propia Barreiro para mantenerse en el escaño, desoyendo el consejo que
Paul Aster ofreció ante los periodistas durante la reciente presentación
en Madrid de su (soberbia) novela ‘4 3 2 1’: «Los moribundos nunca
deberían dar consejos».
(*) Columnista