La propuesta
electoral de Ciudadanos sobre una supuesta revisión del calendario de
inversiones en los futuros proyectos de la alta velocidad, con objeto de
destinar las cantidades afectadas a políticas de I+D+i y el debate que
ha suscitado tal supuesto, demuestran la dificultad de modificar los
hábitos presupuestarios de las distintas administraciones, aunque las
alternativas propuestas puedan estar llenas de rigor y sentido común.
No parece muy arriesgado apuntar a que el partido de Rivera terminará envainándose tan oxigenante propuesta.
Con independencia de que el compromiso político provenga de la esfera teórica del partido encabezada por el economista Garicano, el hecho cierto es que la “grandeur” española ha terminado por hacer un país con más kilómetros que nadie de autopistas gratuitas, con más aeropuertos que ningún otro país de Europa, con más kilómetros de AVE que ningún otro país del mundo salvo China, con universidades que responden más a planteamientos políticos que racionales y con unas estructuras del Estado que hacen que muchos observadores de dentro y de fuera se hagan la misma y socarrona pregunta que en 1954 se hizo Pla cuando llegó a Nueva York: “Y esto, ¿quién lo paga?”.
Los sucesivos gobiernos de España han tenido que optar, con matices, por fijar prioridades en materia de gasto y de inversión y así se han conseguido records irrepetibles como el que haya capitales de provincia que reunen hasta nueve aeropuertos en un radio de cien kilómetros o que el “desdoblamiento” de carreteras emprendido por el gobierno de Felipe Gonzalez, se convirtiera de forma casi automática en la construcción de autopistas gratuitas, sin olvidar que la capacidad cohesionadora del AVE resulta insoportablemente cara y lesiva y que coche, tren y avión compiten para ver quién pierde menos.
Frente a este derroche de hormigón, fuente de corrupción y de victorias electorales, la investigación, la innovación y la universidad, factores de los que depende el futuro modelo productivo de un país, se mueven entre la nada y la más absoluta de las miserias y muy alejados del concierto de países con los que tenemos que convivir y competir.
España ocupa la decimoséptima posición entre los 28 Estados de la UE en materia de inversión en I+D+i con una aportación anual del 1,24% del PIB. Este porcentaje está muy alejado de lo que dedican a este fin los países como Finlandia (3%), Alemania (2,94%) o Austria (2,81%). El escarnio es aún mayor si se tiene en cuenta que desde hace diez años Portugal (1,36%) está por encima de España en esta materia.
Y como reflejo de esta patética situación de la I+D+i española, la reciente dimisión por dificultades presupuestarias de Andreu, responsable del principal centro de investigación en España, el Instituto Carlos III.
Con independencia de que el compromiso político provenga de la esfera teórica del partido encabezada por el economista Garicano, el hecho cierto es que la “grandeur” española ha terminado por hacer un país con más kilómetros que nadie de autopistas gratuitas, con más aeropuertos que ningún otro país de Europa, con más kilómetros de AVE que ningún otro país del mundo salvo China, con universidades que responden más a planteamientos políticos que racionales y con unas estructuras del Estado que hacen que muchos observadores de dentro y de fuera se hagan la misma y socarrona pregunta que en 1954 se hizo Pla cuando llegó a Nueva York: “Y esto, ¿quién lo paga?”.
Los sucesivos gobiernos de España han tenido que optar, con matices, por fijar prioridades en materia de gasto y de inversión y así se han conseguido records irrepetibles como el que haya capitales de provincia que reunen hasta nueve aeropuertos en un radio de cien kilómetros o que el “desdoblamiento” de carreteras emprendido por el gobierno de Felipe Gonzalez, se convirtiera de forma casi automática en la construcción de autopistas gratuitas, sin olvidar que la capacidad cohesionadora del AVE resulta insoportablemente cara y lesiva y que coche, tren y avión compiten para ver quién pierde menos.
Frente a este derroche de hormigón, fuente de corrupción y de victorias electorales, la investigación, la innovación y la universidad, factores de los que depende el futuro modelo productivo de un país, se mueven entre la nada y la más absoluta de las miserias y muy alejados del concierto de países con los que tenemos que convivir y competir.
España ocupa la decimoséptima posición entre los 28 Estados de la UE en materia de inversión en I+D+i con una aportación anual del 1,24% del PIB. Este porcentaje está muy alejado de lo que dedican a este fin los países como Finlandia (3%), Alemania (2,94%) o Austria (2,81%). El escarnio es aún mayor si se tiene en cuenta que desde hace diez años Portugal (1,36%) está por encima de España en esta materia.
Y como reflejo de esta patética situación de la I+D+i española, la reciente dimisión por dificultades presupuestarias de Andreu, responsable del principal centro de investigación en España, el Instituto Carlos III.