La izquierda española ha enmudecido.
Sánchez, absorbido en su pugna interna con la Vendée andaluza, apenas
encuentra tiempo para pronunciarse en cuestiones resbaladizas. Iglesias,
habitualmente locuaz, habiendo fracasado por enésima vez, empieza a
sospechar que quizá no haya entendido bien el asunto catalán. Garzón,
también silente.
Los comunes no están muy visibles. Colau ha escrito una
carta que más parece una petición de auxilio en una botella a la mar
incierta. Los irreverentes Coscubiela y Rabell, desaparecidos en el no
combate. La izquierda española interpreta un concierto de silencios.
Aunque a veces, alguno habla y ¡qué cosas dice!
El señor Borrell
sostiene que la convocatoria del referéndum es un golpe de Estado. Unos
lo calificamos de revolución; otros, de golpe de Estado. Sucede
siempre. Y no tiene arreglo ni con el tiempo porque, pasado este y
habiendo triunfado la una o el otro, la parte derrotada seguirá
convencida de la justicia de su causa. Lo que sucede es que la causa de
quien habla de "golpe de Estado" es muy distinta del que habla de
"revolución". O donde se dice Borrell se dice Llamazares, quien sostiene
que los indepes usan la República como coartada.
Coartada ¿de o para
qué? A la cita no podía faltar F. González con un largo, admonitorio,
paternalista y patriótico artículo de tremendo título. El referéndum catalán es una burla democrática.
Unidad de criterio no hay mucha, ¿verdad? Aunque alguien recordará que
puede haber golpes de Estado que sean burlas, por ejemplo, el de Tejero.
En fin, burla burlando, el jarrón chino te ahorra leer el resto del
artículo, que sobra.
Y sobra de verdad. El sempiterno argumento de la
ilegalidad y la falta de soporte y la imposibilidad metafísica de que la
voluntad de un pueblo pueda cuestionar la legitimidad del marco
jurídico que, según unos, lo protege y, según otros, lo oprime. Miedo
cerval a que pueda cambiar algo que lo afecte.
Ahí
es donde está la raíz del desconcierto de la izquierda. La legalidad
que se invoca quiere ser legitimidad al mismo tiempo porque procede de
un Estado democrático de derecho enteramente homologable con los
circunvecinos. Es la famosa tesis de la "normalización de España", que
ha servido como explicación de la esencia de la transición: la
devolución del país al recto camino de las democracias liberales
europeas. Es una tesis conservadora porque implica dar por cerrada la
cuestión de la "justicia post-transicional". Y eso está por ver.
Lo
grave es que, al aceptar -y promover activamente- la creencia en la
homologación europea del país, la izquierda acaba aceptando la idea
misma de España de la derecha. Y ¿saben cual? Le del plan de
estabilización de 1959, la "modernización" de España, el "Estado de
obras", del Opus y la Falange. Hay mucho de eso en el fondo del alma de
la izquierda española y viene siendo la idea del artículo de González
que, como es lógico, concluye del modo autoritario propio de la
parroquia: sed derrotados y luego ya veremos qué se hace con los
vencidos.
De negociación, ni palabra. A pesar de que la posibilidad esté abierta hasta las 00:59 del 30 de septiembre.
El
presidente de la Generalitat anuncia al gobierno que no obedecerá y el
recio fanal de la revolución, Podemos, ¿no tiene nada que decir? Casi
parecen del PSOE, aunque en este, cuando menos, hay voces y exabruptos.
Quizá repitan la divertida historia de la cortina de humo de la corrupta
burguesía, Pujol y el 3% que no sé yo si encaja con la figura de un
presidente en declarada desobediencia. Eso no hay teoría populista
alguna que lo aclare. Ni tampoco el hecho de que quienes vinieron a
asaltar los cielos hayan sido ya cooptados al escalafón normal de
funcionarios de la política de vuelo gallináceo y mucha negociación de
pasillo.
La
izquierda española no entiende la revolución catalana, resultado de la
confluencia de dos factores: a) una incompetencia fabulosa de los
gobiernos centrales y sus respectivas oposiciones; b) un movimiento
social de nuevo tipo.
Lo de la incompetencia es de (lamentable)
conocimiento general. Lo interesante es lo de movimiento social de nuevo
tipo. Pues sí, de una sociedad abierta, muy plural, multicultural,
interclasista e intergeneracional, con profundo arraigo en memorias
familiares, que se expresa de modo pacífico, democrático y ordenado, que
se organiza con pleno uso de internet y las redes sociales en un mundo
globalizado e interconectado y que reclama el derecho a dotarse de una
estructura jurídico-política estatal propia por entender que es el único
modo de defender los intereses de la nación catalana.
Esa nación
catalana articulada en la sostenida acción colectiva de unas multitudes inteligentes que
año tras año han ganado visibilidad y relevancia en la esfera
internacional que ahora observa con atención un asombroso duelo entre un
Estado y una nación rebelde.
Al
llegar aquí es poco lo que cabe decir desde la izquierda salvo que
alguien se agarre a lo de "nación" y empiece a dar la matraca del
internacionalismo que jamás, salvo muy contadas excepciones, ha pasado
del estado gaseoso.
Defender
la independencia de Cataluña es defender la República. Y si la
izquierda no la apoya en su casa, pues no cuestiona la Monarquía, ¿por
que va a apoyarla en casa del vecino? ¿Porque en realidad no la
considera vecina? Quién sabe, con estas complejidades del nacionalismo.
Por eso, a Llamazares no se la dan: los de JxS usan la República como
una coartada. Algunos, desde 1931, antes de que naciera Llamazares. Ya
es contumacia.
Barcelona está viviendo una revolución
alegre, feliz, que se ve triunfante. Hay muchos chavales y mucha gente
por las calles, grupos con esteladas como capas; esteladas y
cuatribarradas y hasta bicolores en festiva compañía. Las que votarán
"sí" y las que votarán "no"; porque son quienes quieren votar. Esa
división y fractura que dicen que hay no es entre el "sí" y el "no". De
ser, de darse (pues no es visible) será entre quienes quieren votar (más
de un 75%) y quienes no quieren votar, en porcentaje imposible de
averiguar porque a él se añade el de los abstencionistas, que no es que
no quieran votar, sino que no votan nunca. No hay fractura de la
sociedad catalana. Es falso.
Pegadas de carteles por doquier. Todo lo
reglamentariamente permitido está encartelado. La ANC y Ómnium tienen al
personal movilizado, incluidos las voluntarias sin adscripción. 24
horas después de la votación lo habrán recogido todo. La propaganda es a
favor del referéndum; no la hay en contra. Es el triunfo del derecho a
votar, a decidir, impulsado por la sociedad en su conjunto. Un
referéndum contra mucho viento y mucha marea. Una revolución en una
sociedad democrática, abierta, plural, pacífica, de nuevo tipo. Bajo el
escrutinio de la comunidad internacional, representada por más de mil
medios acreditados y acogidos en ese centro internacional de prensa que
Jaume Roures ha puesto a su disposición en un gesto encomiable.
Estos
informadores andan por toda partes, fotografiándolo todo. Solo la imagen
de un policía retirando una urna eriza el pelo de los gobernantes
españoles. Y policía hay mucha, de los tres cuerpos, mezclados.
Patrullan discretamente con orden evidente de no causar incidentes. La
prueba de fuerza será el domingo, cuando los colegios no abrirán porque
no habrán cerrado desde el viernes, pues las APAs estarán realizando
actividades.
¿La seguridad? La física, garantizada, es de suponer, por
la policía y, tómese nota, por los bomberos, que se han comprometido a
ello. La jurídica por un colectivo de abogados distribuidos en red que
denunciarán ipso facto toda detención que se produzca durante la jornada
de votación. ¿Papeletas? ¿Urnas? Estarán en sus sitios. ¿Garantías?
Todas y, sin ánimo de ofender, me fío más de una Generalitat maniatada e
intervenida que de la empresa Indra a la que el gobierno central
encomienda el escrutinio en las elecciones generales y está acusada de
financiación ilegal al PP, al estilo Gürtel.
Las dos jornadas previas
serán de mayor movilización social. Nadie prevé ningún tipo de
violencia. Las distintas entidades difunden mensajes sin cesar por las
redes que se viralizan. Hasta los curas y las monjas andan de misión,
predicando la necesidad de votar. Aixó no ho atura ningú.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED