(...) El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas no es nuevo. Se ha
planteado ya en ocasiones anteriores, y es complejo. El Consejo de
Bioética de Nuffield, uno de los más prestigiosos y atendidos del mundo,
ha declarado que la vacunación obligatoria podría estar justificada en el caso de enfermedades graves y altamente contagiosas.
La primera condición impediría, por ejemplo, hacer obligatoria la
vacuna de la gripe, que no es una enfermedad grave; la segunda impediría
hacer obligatoria una vacuna contra una enfermedad no transmisible,
como la de la hipertensión, la diabetes tipo 1 o el Parkinson, que están
en fase de estudio (...) (...) Como bien ha recordado Íñigo de Miguel, un prestigioso especialista en
bioética, la obligatoriedad de la vacunación, de la que él no se muestra
partidario, no solo puede tomar la forma de la imposición de sanciones,
normalmente económicas, a quien no se vacune, sino de la exigencia de certificados de vacunación
o de cartillas de vacunación selladas para realizar ciertas actividades
o entrar en ciertos sitios, que se considerarían como espacios seguros.
En España no se ha obligado nunca a los padres a vacunar a sus hijos,
aunque en casos muy concretos de brotes epidémicos la ley permite que
las autoridades puedan obligar a la vacunación a un grupo de personas.
En California, en cambio, no pueden ir a colegio los niños que no estén
vacunados contra ciertas enfermedades, como las paperas, la
poliomielitis, la difteria, el sarampión o el tétanos.
Entre la obligatoriedad bajo multa y la voluntariedad total hay formas intermedias de presionar desde los poderes públicos
o desde instituciones privadas para que el máximo número de personas
posibles accedan a la vacunación. Un ejemplo lo encontramos en la liga
de baloncesto norteamericana. La NBA no ha exigido a sus jugadores la
vacunación, pero las medidas de restricción y control para los no
vacunados son tan estrictas y molestas que prácticamente son
disuasorias.
El resultado es que solo el 10% de dichos jugadores están aún por vacunar.
En algunos países se está empleando este mismo sistema entre el
personal sanitario o entre los empleados de residencias de ancianos.
Apoyos y rechazos
Según el barómetro del CIS publicado en septiembre, casi la mitad de los españoles (el 47.7%) se muestra conforme con idea que la vacuna
de la covid-19 debería ser obligatoria y casi el 40% (y algo más aún en
el caso de las mujeres) piensa que debería exigirse un pasaporte de
vacunación. Solo el 25% de los encuestados se manifiesta claramente en
contra de la vacunación obligatoria. Los que más apoyan la vacunación obligatoria son los de más edad. De 55 años en adelante la apoyan más del 50%.
El apoyo disminuye con el nivel de estudios
de los entrevistados. Entre las personas sin estudios es del 80%,
mientras que entre las personas con estudios superiores está cerca del
40%. Es interesante constatar que entre los votantes de Vox
el apoyo a la obligatoriedad es del 39%, aunque también son los que más
rechazan de lleno esta medida (el 44%).
Y quizás más interesante aún
saber que solo el 2% de los entrevistados afirmaban no estar dispuestos a
vacunarse cuando llegara su turno, sobre todo teniendo en cuenta que
antes del inicio de la campaña de vacunación el rechazo era mucho mayor.
Si en la práctica este fuera el porcentaje final de no vacunados contra
la covid-19, se alcanzaría la inmunidad de grupo, aunque no hay que
olvidar que en España la pobreza y la falta de integración social es la
responsable de una buena parte de la falta de vacunación.
Pese a que la obligatoriedad de la vacunación podría estar justificada
en casos muy especiales, lo que los estudios muestran es que hacer
obligatorias las vacunas no incrementa necesariamente el número de
vacunados. Es muy probable, además, que la obligatoriedad provocara el aumento de la resistencia de los indecisos a
vacunarse, puesto que muchos pensarían que algo debe haber de malo en
las vacunas cuando las imponen desde el poder. Además, y esto no es lo
menos importante, un principio fundamental de la bioética es el respeto a
la autonomía de los individuos. Socavar esa autonomía podría generar
desconfianza en el sistema sanitario.
El Estado sería hecho directamente responsable de cualquier efecto secundario grave que
la vacuna pudiera tener en algunas personas y esto suscitaría polémicas
que deberían evitarse. No es extraño, por ello, que la Organización Mundial de la Salud se
haya manifestado en contra de la obligatoriedad de la vacuna. En el
pasado, las campañas de información y motivación han funcionado bastante
bien y debemos seguir poniendo nuestra confianza en esta estrategia que
no solo respeta las libertades individuales, sino que resulta bastante
efectiva.
Por otro lado, hay personas que, por su estado de salud o por otras
razones, no pueden vacunarse. Esas personas podrían presentar con cierta
periodicidad pruebas médicas de que no están contagiadas, y eso debería
bastar. Lo que sí parece más justificable desde un punto de vista ético
es exigir la vacunación a ciertos colectivos profesionales que deben tener contacto estrecho con personas vulnerables. En esos casos, como el del personal de las residencias de ancianos o
el personal sanitario que trate con enfermos inmunodeprimidos, no creo
que se pueda considerar censurable que se les impida el contacto con las
personas que pueden sufrir graves consecuencias debido a un contagio,
aunque esto suponga retirarles temporalmente del trabajo que venían
haciendo.
Entre los que rechazan la vacunación hay posturas muy diversas que
van desde los que consideran que cualquier vacuna es perjudicial para el
organismo, o es un intento expreso de dañar o controlar a la población,
hasta quienes aceptan las vacunas en general, pero se oponen a esta en
particular por diversas razones, siendo la más frecuente las dudas que les suscita la rapidez con que se han conseguido
y su supuesta menor seguridad que las anteriores. Sin dejar de lado,
claro está, a los que simplemente dudan de que el virus exista, o que
sea tan dañino como dicen, o no creen que deba prestársele tanta
atención cuando tenemos tantas otras enfermedades en el mundo a las que
atender.
Es curioso observar cómo algunos de los que se oponen con
vehemencia a la vacunación en este caso, porque consideran que los
científicos y las compañías farmacéuticas están ocultando información o
mintiendo para obtener beneficios, sí confían en otros fármacos de esas
mismas compañías. Parecen ejercer una especie de negacionismo selectivo que no resulta demasiado coherente.
Del mismo modo, no deja de sorprender que columnistas con formación
universitaria, aunque no sea en ciencias, sigan repitiendo que estas
vacunas pueden tener efectos dañinos sobre nuestro ADN después de que
los científicos hayan explicado una y otra vez por qué eso es imposible.
Pensar que no nos podemos fiar ahora de lo que dicen
los expertos porque los riesgos a largo plazo podrían existir es tratar a
estas vacunas de forma diferente a cualquier otro medicamento que sale
al mercado, incluyendo vacunas anteriores. Como su propio nombre indica,
los riesgos a largo plazo solo se pueden conocer a largo plazo,
pero a estas alturas no hay indicios que nos digan que la probabilidad
de que aparezcan es mayor que con otras vacunas en uso desde hace
tiempo.
Ha habido personas que, no siendo antivacunas, han expresado
reiteradamente en las redes sociales sus miedos y sus recelos ante estas
vacunas, porque pensaban (y eran refractarios a los sólidos argumentos
en contra) que no estaban suficientemente probadas y que se estaba experimentando con nosotros (...).
(...) Se está viendo con esta pandemia que no era una exageración lo que ya
anunció a comienzos de este siglo el historiador de la ciencia Gerald
Holton, recientemente galardonado con el premio Fronteras del
Conocimiento. Esto es lo que escribía entonces en su libro Ciencia y
anticiencia: “La prudencia aconseja considerar los sectores
comprometidos y con ambiciones políticas del fenómeno de la anticiencia
como un recordatorio de la bestia que dormita en el subsuelo de nuestra
civilización. Cuando despierte, como lo ha hecho una y otra vez durante
los siglos pasados y como sin duda volverá a hacerlo algún día, nos hará
saber cuál es su verdadero poder" (...)
(...) De hecho, el nivel cultural y socioeconómico de los antivacunas suele estar por encima del nivel medio de la población,
solo que conceden mayor autoridad epistémica a fuentes ajenas a la
ciencia, sobre las que ellos construyen sus propias opiniones, o a
científicos heterodoxos, que nunca faltan, situados fuera del consenso
de su propia comunidad (a veces son tan heterodoxos porque no son de la
especialidad relevante).
La ciencia real, según su forma de ver las
cosas, se ha vendido a intereses espurios y se ha alejado del viejo
ideal de ciencia en el que solo importaba la búsqueda de la verdad
basada en los hechos. Debido a la necesidad de una elevada financiación
para su desarrollo, la ciencia ha tenido que someterse a los designios
de sus promotores, públicos o privados.
Por eso creen que esta ciencia
comercializada y ligada al poder político no puede aspirar ya a que se
deposite en ella una confianza ciega. Menos aun cuando trata en muchas
ocasiones de imponerse mediante una actitud que califican de
cientifista, una actitud que desprecia todo lo que se salga de la doctrina mayoritaria.
Ven en ello una pretensión autoritaria de acallar la voz de la opinión
pública, de cerrar todo debate hasta que solo se escuche la voz del
experto, y además solo la del experto que cuenta con la aprobación de
los que manejan los hilos, nunca la de los díscolos.
Si los representantes de la comunidad científica les atacan y
ridiculizan, ellos desestiman su autoridad y buscan información entre
otros disidentes, reforzando así su sentido solidario de comunidad
perseguida y maltratada. Frente a lo que ven como un intento de
monopolizar la verdad por parte de la ciencia “oficial”, frente a lo que
consideran como la imposición de una tecnocracia,
ellos se presentan a sí mismos como un reducto del pensamiento libre y
crítico.
Están fuera del rebaño obediente a la autoridad que
constituimos el resto de la población. Esto, como puede apreciarse, es
un discurso del que resulta difícil salir, porque tiene la peligrosa
cualidad de que se autorrefuerza con cualquier réplica. Cuanta más
hostilidad y más críticas reciben, más seguros están de haber tomado la
senda correcta (...).
(...) En cuanto al modo de conseguir que los antivacunas menos radicalizados
accedan a vacunarse, no hay soluciones milagrosas, pero en los lugares
donde se ha ensayado una actitud abierta, dispuesta a
escuchar sus dudas y a responderlas con claridad y mostrando cierta
empatía hacia sus preocupaciones, parece que el resultado ha sido
positivo. Pero tampoco es fácil, porque nadie abandona este tipo de
creencias firmes a las primeras de cambio, y puede que el resultado sea
el contrario al esperado: resentimiento y mayor polarización.
(*) Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga
https://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna/2021-10-13/vacuna-antivacunas-populismos_3304782/