A Pablo Iglesias le resulta insoportable estar en las bambalinas del Gobierno. Quiere protagonismo. Y lo quiere de manera perentoria, urgente, inmediata. Tanto que por dos veces —y las que hagan falta— se ha saltado despóticamente la cuarentena a la que debía estar sometido por la infección de Irene Montero
y ha comparecido, tan campante, en el Consejo de Ministros del pasado
sábado y en la rueda de prensa del jueves con el ministro de Sanidad Salvador Illa.
Necesita estar, aparecer, hacerse notar. Solo se justifica a sí mismo si lanza discursos ideológicos
cuando lo que tocan son intervenciones de gestión. Pero hay que
comprenderle: Pablo Iglesias se está ahogando políticamente. En el
Gobierno no es nadie; no tiene una función estratégica; ni maneja
competencias con incisión en la vida de los ciudadanos; sus facultades carecen de sustancia,
son meramente especulativas, de preparación, de discurso, de presencia.
Su figura como ministro y como vicepresidente es perfectamente
prescindible.
Por esa razón tiene que romper la cuarentena; por esa razón tiene que llamar "machista frustrado" al ministro de Justicia (hay que paliar la ineptitud técnica de Irene Montero
en la precipitada reforma de Código Penal); por esa razón tiene que
argumentar engañosas esperanzas de que los alquileres podrían ser
aplazados o suspendidos; por esa razón tiene que comunicar campanudas
reuniones con sus pares internacionales y autonómicos.
La realidad es que Pablo Iglesias no está en el cuarteto de ministros delegados para la gestión del estado de alarma (Defensa, Interior, Sanidad y Transportes);
la realidad es que no logró colocar a ningún titular de UP en el
cuarteto, ni siquiera a Yolanda Díaz, la ministra de Trabajo. La
realidad es que en esta crisis carece de rol, de función, de papel. La
realidad es que, desde el principio, Pablo Iglesias fue un eslabón
formal, no material, para encadenar a Sánchez en la Moncloa. Nada más.
El Gobierno de coalición ha decaído. En realidad todo ha decaído. El
Covid-19 no ha dejado nada en pie: ni los Presupuestos, ni la "mesa de
diálogo", ni la reforma del Código Penal, ni la "agenda social". La legislatura ha quedado arrasada
y Pablo Iglesias es consciente de que, o pelea por sacar la cabeza
entre la multitud de ministros innominados y abundantísimos, o su
propósito se viene abajo, su plan falla y Pedro Sánchez capitaliza la
tragedia que vivimos y ellos, los de UP, quedan como parte del
acompañamiento. Y entrar en el Gobierno podría haberse convertido en el mayor error de todos los posibles.
Sánchez es razonablemente comprensivo. Le deja aparecer. Y hasta hace la trampa —¡qué gesto más feo!— de utilizar el decreto ley de medidas económicas para garantizarle un puesto en la Comisión Delegada de Asuntos de Inteligencia que controla el CNI.
El presidente le cede espacio, aunque la que corta el bacalao es, por
una parte, la única vicepresidenta que no lo es protocolariamente (Carmen Calvo) y, por otra, la que dispone de facultades ministeriales potentes (Nadia Calviño).
La primera es presidenta del Consejo General de Secretarios de Estado y
Subsecretarios; tiene funciones de coordinación interministerial; lleva
la agenda legislativa del Gobierno y es secretaria del Consejo de
Ministros. La segunda, con María Jesús Montero, de Hacienda, modula las medidas económico-financieras, interactúa con sus colegas europeos, está presente en los órganos de la Unión y marca la agenda de los hitos macroeconómicos.
Sin cuestión catalana que resolver (queda aplazada 'ad calendas
graecas'), sin mesa de diálogo en la que sentarse con un Joaquim Torra
que ha enloquecido en su sectarismo,
sin Presupuestos que negociar este año porque los que se tramitarán
serán los de 2021 y lo serán de "reconstrucción". Sin margen para
"agendas sociales" a las que Podemos se aferraba como su gran fortaleza
programática, ¿qué le queda a Pablo Iglesias?
Abrirse paso a codazos, aparecer en las comparecencias televisivas,
recitar intervenciones remitiéndose a la crisis de 2008 como si de
aquello trajese causa lo que ahora nos ocurre, impostar una competencia
técnica de la que carece (no la tiene porque no es un profesional y
porque, además, no acumula experiencia política, compárese con el oficio de Salvador Illa).
No
hay que descartar que, en su momento, no ahora, Pablo Iglesias, se
marche del Gobierno, rompa la baraja. Todo dependerá del balance de
daños que realice de su estancia en el poder. Muchas veces, ocupar los
sillones del Consejo de Ministros es la manera más segura de enfilar hacia la irrelevancia electoral.
Porque, de siempre, el pez grande se ha comido al chico y la pedrada de
David a Goliat es la excepción bíblica que confirma la regla.
Y la
regla es que Sánchez tiene una memoria paquidérmica y dijo lo que dijo:
que se fiaba de Iglesias exactamente tanto como Iglesias de él. O sea, nada.
Este no era un gobierno de coalición para imprevistos. Y no ha habido
mayor imprevisto que la tragedia del coronavirus. Que Iglesias se salte
la cuarentena es todo un símbolo de la falta de idoneidad del secretario
general de Podemos para desempeñar las (escasas) responsabilidades que
ha asumido. Pero es comprensible: le falta el oxígeno y saca la cabeza. Si no lo hace, se ahoga.
(*) Periodista y ex director de Abc