Para las mujeres que quieren gozar plenamente de su libertad las
religiones no han sido nunca un buen negocio. En cuanto nos descuidamos,
los señores que predican con estos o aquellos mandamientos, nos cubren
la cabeza, juzgan nuestro cuerpo como algo pecaminoso que conviene
ocultar, vigilan que nuestra vida sexual tenga como único objetivo la
reproducción y nos impiden controlar el sistema reproductivo. Nuestro
papel más celebrado es el de madres y creyentes subordinadas; nuestro
poder en los órganos de decisión de la fe es nulo.
Tampoco es una filfa
la religión para quien no sea varón heterosexual. Ser homosexual en la
Iglesia católica es padecer una especie de trastorno, cuando no
enfermedad, que se puede curar con un cursillo para que el desviado
vuelva al redil. Qué curioso que habiendo servido la Iglesia como
escenario de algunos pastores que actuaron abusivamente contra inocentes
no se estudiara la necesidad de unos cursillos preventivos antes de ser
aceptados en su seno.
El Papa es un mago: toma una concertina punzante en la mano, se
conmueve, se saca un verso de la casulla como si fuera una paloma, “el
mundo se olvidó de llorar”, y la audiencia se viene arriba. Incluso
algunos jóvenes líderes de izquierda lo retuitean, “ha hablado un
sabio”, y algunas mujeres lo defienden de esta curiosa manera: “¿Qué
esperabais, chicas, que fuera un feminista?”. Es el Papa un
prestidigitador.
Armado del verso fácil que lo convierte en Pontífice
del pueblo, consigue que unas cuantas palabras sobre la inmigración
oculten aquello en lo que el Vaticano tiene más que decir: ni la
libertad reproductiva de las mujeres es un asunto banal en esa
Latinoamérica de la que él procede y donde lo que la Iglesia predica
cuenta tanto, ni a un líder laico le perdonaríamos que definiera el
aborto como la contratación de un sicario.
Consigue con éxito el
Pontífice que su campechanía esfume la dureza de corazón con la que la
Iglesia juzga a quien no se ajusta a su credo. Cuenta con la suerte de
que para hacer de polis malos ya tiene a los obispos españoles que
adoptan el eufemismo, “estar con la vida”, para enmascarar su falta de
piedad hacia quienes presos del sufrimiento desean morir dignamente.
Habló de las cunetas, sí, pero por el asuntillo del cuerpo de Franco,
que es donde se hubiera sentido aludido, pasó de largo. ¿No tiene que
decir nada un Papa que se tiene por justo de la complicidad de la
Iglesia católica con el dictador? Porque parte de los abusos sexuales
que están saliendo a la luz en el presente se produjeron en aquellos
tiempos negros, fruto de un temible poder.
A Jordi Évole hay que aplaudirle el mérito de la exclusiva y su
naturalidad. Yo no hubiera sido capaz. Aún tuve la oportunidad de
percibir en mi niñez ese miedo que provocaban las sotanas con su sola
presencia, dejando a un lado que si la interlocutora hubiera sido mujer
se hubiera estudiado desde la hondura del escote hasta el exceso de
cercanía.
Entiendo la importancia de sus declaraciones por el inmenso
poder que aún tiene sobre sus fieles, incluso sobre aquellos que no lo
son, pero el discurso de progresía no lo compro. Y si de versos se
trata, mejor acudir a quien pagó con su vida por el amor oscuro: Quiero
llorar mi pena y te lo digo / para que tú me quieras y me llores / en
un anochecer de ruiseñores / con un puñal, con besos y contigo.
(*) Escritora