Rajoy ha tratado de hacer frente a la crisis mediante una receta que contiene tres ingredientes principales.
El primero es una gran dosis de disimulo para tratar de ocultar las
mentiras, los incumplimientos programáticos y los juegos de manos que
está habituado a hacer. Todo el mundo sabe que el presidente es un
consumado especialista en mirar a otro lado cuando se presenta un
problema para tratar de solucionarlo por el simple expediente de dejar
que se pudra o que desparezca solo. Un procedimiento, sin embargo, que
ya no le funciona por la sencilla razón de que no es lo mismo ser
ministro o incluso principal líder de la oposición que presidente del
gobierno, una posición desde la que, como siempre se ha dicho, no se
puede engañar a todos y al mismo tiempo. Y, sobre todo, porque ha
cometido el mismo error garrafal que hundió a José Luis Rodríguez
Zapatero y a su partido: creer que la crisis era domesticable, no solo
con dejar pasar el tiempo sino, en el caso de Rajoy, pensando que la
llegada al gobierno del PP sería suficiente para modificar el signo de
los acontecimientos (“Que caiga España, que ya la levantaremos
nosotros”, decía Montoro, no en vano, uno de sus hombres de confianza).
El segundo ingrediente de la receta Rajoy es un prontuario ideológico
muy elemental y en su caso desarrollado con una retórica bastante pobre
pero que contiene todos los principios ideológicos del neoliberalismo.
Sea por convicción, por conveniencia o por necesidad, Rajoy forma parte
de esa cohorte de políticos y economistas que se ha creído que los
primitivos dogmas neoliberales que recitan de memoria, y cuya eficacia
nadie ha conseguido demostrar, son realmente capaces de resolver los
problemas que tienen por delante. Se creen que liberalizando el mercado
de trabajo, reduciendo salarios y haciendo reformas orientadas a dar más
poder a los empresarios se creará más empleo y aumentará la
competitividad de la economía; que las políticas de austeridad, la
disminución del gasto y los impuestos reducen el déficit y la deuda en
etapas de recesión; que eliminando sector público se estimula la
actividad privada; o que se logra más equilibrio y estabilidad dando
plena libertad a las fuerzas del mercado y a los grandes grupos
financieros y empresariales.
Tampoco le funciona ya este ingrediente porque la realidad es terca,
incluso más terca que el propio Rajoy, y demuestra que esos prejuicios
ideológicos no funcionan cuando se llevan a la práctica: ni se crea
empleo con reformas liberales cuando lo que le falta a las empresas es
demanda y financiación, ni se reduce la deuda cuando la austeridad
reduce aún más la actividad económica, ni se estabiliza la economía con
un mercado dominado por fuerzas oligopolistas que solo responden a
lógicas muy improductivas y puramente especulativas.
La terca realidad indica que en ningún país ni en circunstancias
parecidas a las nuestras han funcionado esas recetas que la Unión
Europea, Rajoy y sus equipos defienden como la adecuadas para poder
salir de la crisis.
El tercer ingrediente es una estrecha alianza con las clases
dirigentes, con las élites profesionales, económicas, mediáticas y
financieras que vienen dominando a la sociedad española desde hace
decenios y, principalmente, gracias a la libertad de acción que le
concedió la dictadura fascista durante cuarenta años y que la democracia
no ha sabido o querido eliminar.
Esa alianza se traduce (como hemos analizado Vicenç Navarro, Alberto Garzón y yo en nuestro libro Lo que España necesita. Una réplica con propuestas alternativas a los recortes del PP)
en la adopción de medidas que solo conllevan mucho más poder y riqueza
para esos grupos privilegiados pero que son incapaces de sacarnos del
estancamiento económico.
Todos esos grupos clamaron en su día por la llegada al poder de Rajoy
y lo jalearon durante un buen tiempo, pero no han tardado mucho en
darle la espalda casi por completo.
Conceder más privilegios a los privilegiados es un remedio, pero muy
efímero cuando la situación económica es tan agobiante. Los empresarios
se alegran cuando una reforma laboral les da más poder pero pronto
comprueban que eso no les sirve de mucho cuando lo que les falta son
clientes en la puerta y créditos que los bancos no les conceden. Los
banqueros agradecen los apoyos de las sucesivas reformas financieras
diseñadas a su favor, pero comienzan a dudar cuando comprueban que el
apoyo gubernamental se hace a costa de trapichear con sus socios
europeos, que ya comienzan a estar hartos de ese juego y de tantas
trampas. Incluso los grandes medios de comunicación comienzan a darle la
espalda a un gobierno que ha batido todos los record de desafección
política y que, por tanto, puede tener los días contados.
La conclusión es evidente: solo con mentiras, con un prontuario
ideológico de Todo a cien que está bien para espantar a ingenuos pero
que es completamente inútil para solucionar problemas económicos reales,
e incluso con cada vez menor apoyo de los grupos oligárquicos no se va a
ningún sitio, dada la situación a la que ha llegado nuestra economía y
nuestra sociedad, harta ya de incompetencias, de improvisaciones y de
excusas.
España (de la mano del PP y del PSOE) cayó hace tiempo en la trampa
que supuso la política monetaria expansiva que el Banco Central Europeo
adoptó (sin tener en cuenta su efecto sobre los demás países) para
facilitar la recuperación de Alemania cuando su economía corría peligro
de estancamiento. El exceso de ahorro y capital que gracias a ello
obtuvo Alemania se tradujo en un flujo ilimitado de capital que nos
inundó provocando un déficit exterior casi simétrico al superávit
alemán, una burbuja inmobiliaria y un endeudamiento fatal de nuestro
sector bancario del que se derivó el de las empresas y familias.
Mientras que nos llegaba financiación barata casi nadie puso objeciones
(ganando tanto dinero como estaban ganando los grupos que influían en
las decisiones de los sucesivos gobiernos) y todos se jactaban de
dirigir la mejor de las situaciones posibles. Pero cuando España dejaba
de tener financiación externa y tuvo que dedicarse a hacer frente a la
deuda exterior, las empresas y los consumidores dejaron de tener acceso
al crédito, la demanda agregada (sobre todo el gasto dedicado a bienes y
servicios nacionales y no tanto a los de fuera) se vino abajo, el
negocio de la construcción saltó por los aires, se desbocó el paro… y
empezó el llanto y crujir de dientes.
Casi inmediatamente aumentaron los gastos fiscales (desempleo y
ayudas de todo tipo) y los públicos extraordinarios dedicados a evitar
el colapso, cayeron los ingresos y el déficit se disparó, aumentando una
deuda pública que se añadía a una privada mucho mayor aún.
Como no se podía acudir a la financiación fácil y barata de un banco
central y como los financiadores privados no son tontos y sabían que, en
esas condiciones, la situación necesariamente iba a ir a peor,
comenzaron a apretar las tuercas y así hemos llegado al abismo en el que
estamos.
A mí me parece que a estas alturas es una completa estupidez que los
españoles y los europeos nos sigamos engañando. La realidad indiscutible
es que la deuda (no solo española sino la que se ha acumulado en el
conjunto europeo) es materialmente impagable. No hay posibilidad alguna
de que España o Italia, por no hablar de Grecia, Irlanda o Portugal,
puedan pagar todo lo que deben, y mucho menos en las condiciones
impuestas y en las que van a ir imponiendo los financiadores privados.
Solo hay dos soluciones posibles (aparte, claro está, de dejar que
los deudores se declaren en bancarrota, de desencadenar una inflación
galopante o de provocar una guerra dramática y se empantane toda Europa y
la economía mundial) para absorber la deuda que se ha acumulado.
La primera, que se la cobren los acreedores a base de adquirir a bajo
coste el patrimonio que queda de los deudores. Es posiblemente lo que
se busca con el diseño que los alemanes han hecho del banco malo (para
poder quedarse con la mayor parte posible de la riqueza inmobiliaria que
pueda salvarse), lo que seguramente trata de sondear Merkel en la
visita que estos días nos hace, y lo que organizarán los hombres de
negro (con privatizaciones de todo tipo) cuando seamos intervenidos tras
un rescate que en cualquier caso no servirá para arreglar la situación.
La segunda alternativa es llegar a un acuerdo general de
reestructuración y quita de la deuda (algo que Alemania trató de evitar
obligando a la reforma constitucional de hace un año) para abordar un
plan de regeneración económica bien organizado y consensuado desde
principios de justicia social, solidaridad y compromiso con los
intereses generales.
Los españoles deberíamos decidir pronto si queremos entregarnos o salvar y rescatar de verdad a España.