Una prueba reciente de que la ironía es todavía una de las grandes virtudes británicas me la ha dado William Chislett, corresponsal del Times en España durante la Transición, analista político del Instituto Elcano desde hace casi dos décadas y residente en Madrid desde 1986.
Había escrito yo una columna titulada “La maldición del extranjero pontificador”,
lamentando la obsequiosidad con que mis compatriotas reciben a los
autodenominados intelectuales británicos y estadounidenses que se
instalan en España a hacernos algo parecido a un psicoanálisis
histórico, bien remunerado por las instituciones y los medios de nuestro
país.
Efectivamente, España festeja de manera casi invariable a los hispanistas anglos,
cuyas obras se alaban en inflamados artículos y reseñas, cuyas ideas se
escuchan atentamente en largas conferencias y cuyas entrevistas
permiten entresacar ocurrentes frases tipo “La guerra civil española se
podía haber evitado” (Stanley Payne).
Pues bien, a las pocas horas de publicarse el artículo en cuestión
recibí un mensaje de William Chislett a través de Twitter donde me
preguntaba si el ‘pontificador extranjero’ al que
aludía en mi artículo era él. Le respondí que no, que me refería a un
grupo amplio de hispanistas tanto británicos como estadounidenses y que
la crítica era más bien a mis compatriotas por adoptar una actitud a lo
‘Bienvenido Míster Marshall’ con los extranjeros que iban cayendo
sucesivamente por aquí a darnos lecciones magistrales de historia.
Tras
un cordial intercambio de ideas, Chislett me dijo ―con esa memorable
ironía británica a la que me refería al comienzo― que si le quería
escuchar pontificando en directo sobre temas españoles, tenía una buena
ocasión para hacerlo en su presentación del libro inédito de Arturo Barea sobre Federico García Lorca
en la sede del Instituto Cervantes en Madrid o en la Universidad de
Oxford, donde iba a dar una conferencia sobre la crisis catalana en el
“Festival Literario” patrocinado por Financial Times.
Acepté el reto, como se dice ahora, y conseguí un billete barato a Londres
para acudir a la conferencia de Chislett en Oxford, donde aprovecharía
para visitar a unos viejos amigos. En un domingo gélido de finales de
marzo, con la región de Oxfordshire cubierta por un sigiloso manto de
nieve, fui paseando por Broad Street, ante las diecisiete cabezas
blanqueadas de los emperadores del Old Ashmolean y el teatro Sheldonian,
hasta llegar al Martin School, donde Chislett, ‘oxoniano’ cuya familia
vivió en la cercana calle Woodstock, va a intentar explicar la inexplicable crisis catalana a varias decenas de sus compatriotas que abarrotan la sala.
Durante una hora el analista británico repasa el hermetismo del gobierno de Rajoy; las fake news orquestadas
por el movimiento secesionista, a menudo con ayuda rusa; la ilegalidad
del referéndum del 1 de octubre; las mentiras propagandísticas, desde la
permanencia en la UE hasta esa riqueza económica que adquiriría
Cataluña al independizarse; los ridículos eslóganes como el “Franco ha
vuelto”; la diferencia entre políticos presos y presos políticos;
el prestigioso estatus de España como una de las diecinueve democracias
plenas que existen en el mundo, por encima de Estados Unidos y Francia,
ambas consideradas democracias defectuosas en la última edición del
Índice de Democracia Anual del Economist; la manipulación histórica de la Guerra de Sucesión española
de comienzos del siglo XVIII para encajar el enésimo falso protagonismo
secesionista; las autonómicas de diciembre 2017 como confirmación de la
profunda polarización de la sociedad catalana; la gran cita de Einstein:
“El nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la Humanidad”; la crisis económica de 2007, la corrupción de los partidos
nacionales, la manipulación educativa y mediática como factores que han contribuido a fortalecer el secesionismo durante décadas, sin olvidar la forzada imposición del idioma catalán en los colegios.
Y sorprende, lo confieso, escuchar entre los muros de Oxford una queja que se oye en nuestro país casi a diario: “El sistema de justicia español es notoriamente lento”,
dice William Chislett. En otros países europeos, explica, unos
individuos procesados por las mismas razones que los encausados
secesionistas probablemente habrían tenido el juicio ya, pero no en España,
donde un acusado puede permanecer en detención preventiva durante dos
años si la fiscalía busca una sentencia superior a los tres años como en
este caso.
“Y este período se puede incluso extender”, apostilla el
analista británico. “En Inglaterra, creo que el tiempo máximo de
detención preventiva es de 182 días.”
La conclusión de la conferencia de Chislett: el problema catalán no lo podrán resolver los tribunales
y se requerirá algún tipo de compromiso político para que la parte de
la población catalana partidaria de la independencia se sienta cómoda
con su estatus español.
Para alcanzar esta especie de tercera vía entre
la independencia y el mantenimiento del statu quo, sería necesario reformar la Constitución,
que el Partido Popular “parece considerar tallada en piedra, en vez de
escrita sobre papel”, dice Chislett.
Al oírle no puedo evitar recordar
lo que la profesora danesa Marlene Wind, directora del Centro de Política Europea del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Copenhague, le dijo a Carles Puigdemont
en enero de este año: “España es un país más descentralizado incluso
que la República Federal de Alemania”.
Esa ‘tercera vía de la
independencia’ es la que ya disfruta Cataluña desde hace cuarenta años.
Lo demás, como el propio Chislett ha explicado, es una mezcla deliberada
de manipulación y corrupción.
(*) Periodista y escritora