La imagen bolonia es un punto mediático.
El nuevo rostro de la socialdemocracia europea: tres políticos
relativamente jóvenes (Valls, Renzi, Sánchez), en mangas de camisa,
confraternizando. Dos en el gobierno; uno de ellos en sus horas más
bajas; el tercero en la oposición, haciéndose un hueco dentro del margen
de los cien primeros días que los usos conceden a los ungidos. De
Bolonia, Sánchez irá a visitar a Martin Schultz, correligionario no tan
joven y presidente del Parlamento Europeo para limar algunas asperezas
surgidas en la votación de Juncker para presidente de la Comisión.
Desarrolla el joven secretario general una actividad casi frenética;
multiplica sus apariciones públicas; desgrana series de medidas y
propuestas, generalmente positivas, constructivas, pendientes de pactos
con el partido del gobierno que le hace tanto caso como a los grillos.
Es obvio que trata de marcar distancias con el estilo anterior de
liderazgo, más pausado y menos efervescente. De modernizar y agilizar la
imagen del PSOE que actualmente aparece desfalleciente, en poder de los
señores territoriales, de eso que se llama “el aparato”.
Pero la fuerza del argumento del cambio generacional no radica en el
incremento del dinamismo y el activismo sino en las diferencias
substantivas, de contenido, de objetivos. Y aquí no está tan claro que
el relevo en el PSOE signifique una ruptura con lo anterior, un giro. Al
contrario, Sánchez sitúa expresamente a su partido en el ámbito
dinástico y comparte al cien por cien la intransigencia rubalcabiana en
cuanto al derecho de autodeterminación ajeno. Así ha ido a espetárselo
directamente a Mas, a recordarle que él, como Rajoy piensa que la
consulta es inconstitucional e ilegal. Ni siquiera ha coincidido con el
tímido apoyo al dret a decidir, de Iceta, cosa que también le ocurría a
Rubalcaba.
De su propia cosecha Sánchez ha añadido el propósito de encontrar una
nueva tercera vía, un centro entre el PP y Podemos; vale decir, entre
la derecha y la izquierda. No se le llama “tercera vía” porque no suena
bien, pero es de lo que se trata, de reinventar el centro. Centro es la
palabra mágica que, sin embargo, tampoco puede pronunciarse porque las
bases tienen fuertes querencias izquierdistas.
No, no haya cuidado que no vamos a embarcarnos en esa entretenida
controversia de si el PSOE es o no de izquierda en la que participan con
delectación quienes aseguran no repartir jamás vitolas de
izquierdismo...
Otras medidas de Sánchez son erróneas, a juicio de Palinuro,
singularmente la de aplazar las primarias a julio de 2015. En las
elecciones municipales y autonómicas de mayo se va a pedir a la gente
que vote por un partido sin saber de cierto quién será su candidato a la
presidencia del gobierno. De tener algún efecto en los resultados
electorales que ya no se prevén exuberantes, será negativo cosa que, a
su vez, influirá en las primarias. Hay también en este aplazamiento un
toque como de falta de audacia en el sentido de Napoleón que habla en
demérito de Sánchez. Postergar una decisión inevitable es siempre una
muestra de debilidad.
Pero lo más erróneo de Sánchez es el continuismo con el espíritu de
la anterior dirigencia. Es verdad que cambia las personas, releva los
cargos, pero no las ideas, los supuestos, las directrices, con lo que
las substituciones de personas tienen escasa justificación objetiva.
Suenan más bien a nombramientos de gentes de confianza. De amigos, vaya.
La idea es la misma de su antecesor: el PSOE debe ser un partido de
oposición leal y responsable, constructivo, positivo, siempre
proponiendo pactos de Estado al gobierno en pro de la ciudadanía,
criticando civilizadamente los excesos de aquel. Es una especie de
fijación con la fórmula de Zapatero en 2004.
En ningún momento se le pasa por la cabeza a Sánchez escorar su
partido hacia la izquierda, ni siquiera de modo ficticio, echando mano
de eso tan socorrido de que escucha atentamente el latido de la calle y
está familiarizado con las nuevas formas de manifestarse de la opinión
pública. Ni eso. Sin embargo, esta movilización social espontánea, muy
facilitada por las redes, ya no es una cuestión de más o menos
izquierda, sino una de presencia en la esfera pública, de participación,
de que los ciudadanos tengan conciencia de una aportación
específicamente socialista que ahora no existe y lleva camino clarísimo
de seguir sin existir.
Tampoco actúa, sin embargo, como dirigente de un verdadero partido de
oposición parlamentaria. En alguna ocasión Rubalcaba amagó con una
moción de censura que pasó como una ensoñación. Desde entonces, nada ha
cambiado. La oposición socialista acude al Parlamento a que la vapuleen
y, en definitiva, a legitimar una forma de gobierno autocrática. El PSOE
no presiona al gobierno en materia de corrupción, no pide su dimisión
ni la de los ministros u otros cargos acusados de cobrar sobresueldos.
Simplemente, no habla de la corrupción que debiera ser el tema
monográfico de todas sus intervenciones. Ese es el inconveniente y el
precio de ser una parte componente de un sistema de partidos dinásticos
en el que la consideración esencial es la estabilidad por encima de la
justicia social. Y si eso puede ser comprensible en el caso de un
partido conservador, en el de uno de izquierda es mortal.