1. La afirmación, muy extendida, que subraya que la crisis de estas horas recuerda poderosamente a la de 1929 se topa con un problema severo: la crisis contemporánea tiene un carácter múltiple que no exhibía la de ochenta años atrás.
Y es que hoy se dan cita, en una combinación explosiva, la crisis del capitalismo global —y de su dimensión especulativo-financiera y desreguladora—, la derivada del cambio climático —un proceso de consecuencias inequívocamente negativas—, la surgida del encarecimiento inevitable de las principales materias primas energéticas que empleamos y, en fin, y si así se quiere, la nacida de un crecimiento demográfico de efectos muy delicados.
En semejante escenario, si la crisis de 1929 sirvió de asiento a la consolidación de los fascismos en la Europa del decenio siguiente, con las consecuencias conocidas, la de hoy anuncia procesos tanto o más inquietantes.
2. La principal respuesta que, ante la crisis, han abrazado los principales centros de poder, en Estados Unidos como en la Unión Europea, es tan insuficiente como inmoral. Su propósito principal no es otro que sanear un puñado de instituciones financieras desde hace tiempo entregadas a prácticas lamentables.
El objetivo, visible, es que cuanto antes puedan volver a las andadas. Al respecto se antoja muy llamativo, por cierto, que apenas se hayan abierto causas legales contra los directivos de esas instituciones.
Tan llamativo como que los gobiernos, convidados de piedra mientras las empresas acumulaban, tiempo atrás, formidables beneficios, acudan ahora presurosos, con el dinero de todos, a su rescate en etapa de vacas flacas.
Bien es verdad que en el terreno formal se postula —véanse, si no, las reiteradas declaraciones del presidente francés Sarkozy— un capitalismo más regulado. Entiéndase bien lo que esto, en los hechos, significa: cuando se sugiere que hay que cancelar los abusos que han acompañado al despliegue del proyecto neoliberal se olvida que este último es, en sí mismo, un abuso.
La parafernalia retórica empleada pretende hacernos olvidar que en realidad no hay ningún designio de abandonar ese proyecto, como lo demuestra, sin ir más lejos, el hecho de que nadie en los estamentos directores de la Unión Europea haya apuntado la conveniencia de prescindir, sin trampas, de un tratado, el de Lisboa, de clara vocación desreguladora.
3. Pero es urgente subrayar que, de nuevo a diferencia de lo que ocurrió con posterioridad a 1929, hoy las respuestas keynesianas se topan con problemas insorteables. El principal de ellos es, sin duda, el que nace de los límites medioambientales y de recursos que acosan al planeta.
Quienes estiman, por ejemplo, que la obra pública en infraestructuras de transporte es una respuesta airosa frente a la crisis deberán explicarnos quién va a utilizar las maravillosas autovías que se aprestan a construir cuando el litro de gasolina, dentro de unos años, cueste seis, ocho o diez euros.
¿Qué es, por cierto, lo que tendrá a bien explicar el presidente Rodríguez Zapatero en una macrocumbre mundial: la racionalidad sin límites de una burbuja inmobiliaria que nada hizo por contrarrestar? ¿Su apoyo de siempre a la miseria que emana del Fondo Monetario, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio?
Si el keynesianismo fue una respuesta funcional para la operación de rescate del capitalismo en el decenio de 1930, hoy, con toda evidencia, ya no lo es. No deja de ser significativa, por lo demás, la ausencia de respuestas que remitan a algo que huela, y permítasenos el oxímoron, a un keynesianismo verde de franca vocación redistribuidora.
4. La condición material de las respuestas neoliberal y keynesiana obliga a poner el dedo en una llaga sangrante: hoy por hoy, e infelizmente, la distinción entre lo público y lo privado tiene un alcance limitado. Si la naturaleza de los intereses privados y de sus juegos macabros salta a la vista, conviene prestar atención a la interesada ambigüedad que impregna la conducta de tantos poderes públicos claramente volcados al servicio de esos intereses.
No se olvide al respecto, y en singular, que la actitud del presidente norteamericano Bush ha sido y es plenamente consecuente: si en el pasado defendió con obscenidad los intereses de las transnacionales estadounidenses, hoy lo sigue haciendo con el concurso de la maquinaria y los recursos del Estado.
Así las cosas, la simple reivindicación de lo público no basta. A la vieja demanda de socialización de la propiedad se suma ahora la necesidad inexorable de evaluar la idoneidad, o la falta de ésta, de la acción de los gobiernos en un escenario en el que, con la anuencia de éstos, son formidables corporaciones económico-financieras que operan en la trastienda las que dictan la mayoría de las reglas del juego.
El esquema correspondiente se ajusta puntillosamente a la bien conocida máxima que invita a privatizar los beneficios al tiempo que las pérdidas, en cambio, se socializan.
5. Es significativo que en estos días a gobernantes y medios de comunicación sólo les preocupe la primera, y la menos importante por ser la más fácilmente solventable, de las cuatro crisis que identificamos. Semejante conducta sólo puede explicarse en virtud, de nuevo, del propósito de salvar la cara al proyecto neoliberal y eludir, con ello, cualquier consideración seria de lo que se nos viene encima.
Al respecto, y dicho sea de paso, la crisis se ha convertido en una formidable cortina de humo que permite mover pieza en terrenos delicados. En las últimas semanas se ha recurrido con frecuencia, en particular, a la aseveración de que la crisis financiera ha dado al traste con los Objetivos del Milenio o con la lucha contra el cambio climático, como si uno y otro proceso no estuviesen muertos antes de la propia crisis.
En la misma línea, sobran las razones para concluir que son muchos los empresarios decididos a aprovechar la tesitura para, con gran contento, prescindir de muchos de sus trabajadores.
Nunca se subrayará lo suficiente, entre tanto, que los 700.000 dólares invertidos en el plan de rescate estadounidense permitirían resolver de una tajada los principales problemas planetarios en materia de sanidad, educación, alimentación y agua. Este dato, por sí solo, se convierte en un fiel retrato de las muchas miserias que tenemos entre manos.
6. Hay que dudar del buen sentido de una percepción que, desde mucho tiempo atrás, marca poderosamente nuestras reflexiones: la que sugiere que, en un imperturbable esquema cíclico, a una etapa de recesión seguirá, por necesidad, otra de bonanza, y a ésta una nueva de recesión… hasta el final de los tiempos.
Si el problema de fondo al que nos enfrentamos en estas horas es la desaparición de la mayoría de los mecanismos de freno que históricamente el capitalismo ha sido capaz de desplegar, su manifestación más clara hoy es la más que razonable duda —fácilmente perceptible en el comportamiento de muchos agentes económicos— de que a la recesión de estas horas le vaya a seguir una etapa de bonanza.
La futilidad de las respuestas neoliberal y keynesiana aconseja concluir que, aun cuando en el corto plazo el capitalismo global pueda abandonar la senda de la recesión, no estará haciendo otra cosa que aplazar unos años su agonía.
7. En la magra discusión mediática que ha cobrado cuerpo sobre la crisis faltan, visiblemente, dos elementos: una consideración crítica de la ratificada condición de permanente injusticia y desigualdad que caracteriza al capitalismo, por un lado, y una conciencia clara, por el otro, de los límites medioambientales y de recursos del planeta.
Al respecto de esta última hay que colocar en lugar central el concepto de huella ecológica, con el recordatorio paralelo de que hemos dejado muy atrás las posibilidades materiales que la Tierra nos ofrece, de tal suerte que en los hechos estamos consumiendo recursos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras.
Hasta el momento presente —y seamos generosos en el argumento— hemos reducido un poco la velocidad del barco en el que nos movemos camino de un acantilado, pero en modo alguno hemos modificado el rumbo.
8. Sorprende sobremanera que en la discusión mencionada no haya espacio alguno, en los países ricos, para tomar en serio la imperiosa necesidad de acometer un proyecto claro de decrecimiento en la producción y en el consumo.
Y, sin embargo, bien sabemos que el crecimiento económico, idolatrado, no propicia una mayor cohesión social, genera agresiones medioambientales a menudo irreversibles, se traduce en el agotamiento de recursos con los que no van a poder contar nuestros hijos y nietos, y, por si poco fuere, facilita el asentamiento de un modo de vida esclavo que, al calor de la publicidad, del crédito y de la caducidad, nos invita a concluir que seremos más felices cuantos más bienes acertemos a consumir.
Frente a toda esa sinrazón hay que defender la solidaridad y el altruismo, el reparto del trabajo, el ocio creativo, la reducción en el tamaño de un sinfín de infraestructuras, la primacía de lo local y, en suma, la sobriedad y la simplicidad voluntarias.
Si el decrecimiento y la redistribución de los recursos ganan terreno se podrían reflotar sectores económicos que guardan relación con la satisfacción de las necesidades, y no con el sobreconsumo y el despilfarro, con la preservación del medio ambiente, con los derechos de las generaciones venideras, con la salud de los consumidores y con la mejora de las condiciones de trabajo.
Nada de esto forma parte, sin embargo, del horizonte mental que manejan nuestros gobernantes, en el mejor de los casos interesados por lo que pueda ocurrir, en un par de años, al calor de las próximas elecciones. Sorprende que estas gentes se presenten a los ojos de muchos de sus conciudadanos como personas sensatas y diligentes que tienen solución para todos nuestros problemas.
9. La crisis en curso, que tantos habíamos previsto, anuncia una edad de oro para los movimientos de contestación, que pronto podrán observar cómo, pese al miedo y la sumisión que las autoridades desean crear, muchas gentes están dispuestas a escuchar y asumir mensajes radicales que hace bien poco quedaban rápidamente en el olvido.
Para salir airosos en este nuevo escenario, esos movimientos tienen que combinar la contestación activa del trabajo asalariado y de la mercancía —del capitalismo, para entendernos— con una consideración cabal de las exigencias que se derivan de los límites medioambientales y de recursos del planeta.
Un viejo lema, ’socialismo o barbarie’, se halla hoy de mayor actualidad que en cualquier otro momento de la historia. En su trastienda resuenan las palabras de Walter Benjamin: "La revolución no es un tren que se escapa. Es tirar del freno de emergencia".
10. La consolidación de esos movimientos de contestación/emancipación es tanto más urgente cuanto que por momentos se adivina un renacimiento de muchas de las políticas que abrazaron, ocho decenios atrás, los nazis alemanes, defendidas ahora, no por ultramarginales grupos neonazis, sino por algunos de los principales centros de poder político y económico.
Estos últimos, claramente conscientes de la escasez que se avecina, parecen decididos a aplicar radicales formas de darwinismo social militarizado encaminadas a preservar para una escueta minoría los recursos que todavía se hallan a nuestra disposición.
Muchas de las políticas que abrazan los gobernantes norteamericanos del momento, y muchas de las que se adivinan en una Unión Europea cada vez más firmemente decidida a deshacerse de los inmigrantes que no interesan, se mueven por esa peligrosa avenida.
* Catedrático de Ciencia Política