No hay duda sobre la buena educación del príncipe, Felipe VI Jefe del
Estado del Reino de España. Su preparación para la función fue larga y
esmerada.
Está al tanto de los dossiers de la política nacional e
internacional como pocos, es muy conocido dentro y fuera; y goza de una
credibilidad que roza el notable, entre las altas de los jefes de estado
de las democracias.
No le faltan detractores que lo son más de oficio,
por ser vos quien sois, que por el desempeño de Felipe, que ha sido
prudente y exigente.
Cuantos le critican por su intervención del 3 de octubre de 2017 no
concretan qué párrafo, qué palabra, qué línea les disgustó; rechazan su
intervención en sí misma, precisamente por lo que significó de ejercicio
de su función de Jefe del Estado; el que quieren desmochar.
Más que nadie
el propio Felipe VI es consciente que su puesto depende de su utilidad,
de que su existencia sea como la democracia, un mal sistema salvo que se
compare con las alternativas.
En España la Monarquía es la mejor
fórmula de república parlamentaria y constitucional. Cuando no sea útil,
cuando se extralimite, será el momento de plantear la sustitución por
algo más conveniente. Tenemos la experiencia de su padre, cuando su
mandato sufrió fisuras por su propio comportamiento, dio un paso atrás y
la sucesión se hizo sin costes ni traumas.
El Rey está en su sitio y cumple con el mandato constitucional con
rigor, sin inmiscuirse y con ejemplaridad personal, no exenta de costes.
Por eso conviene no agitar, dejarle en su sitio sin convertirlo en
motivo de discordia o pendencia.
Cuando Pablo Iglesias dice que el Rey
es inteligente y prudente lo hace al margen de sus emociones,
sentimientos o pretensiones, como resultado de la experiencia y la
razón, por pragmatismo.
El debate de investidura ha brillado por la ausencia de respeto,
educación, ideas y valores; dominó la palabrería demagógica entregada a
las pasiones (solo Oramas apuntó principios). Y entre lo peor me parece
la utilización de la figura del Rey para denigrarle o ensalzarle. Lo
primero inmerecido y lo segundo innecesario. Utilizar al Rey para
castigar a Sánchez es un viaje equivocado. Entre lo peor están los
gritos de ¡Viva el Rey!; inútiles, contraproducentes.
Nancy Pelosi en el Congreso de Washington tras la aprobación del
procesamiento de Trump cortó de inmediato el aplauso de los demócratas.
“No es para aplaudir”, dijo la veterana congresista. Tenía razón, no era
para celebrar una decisión tan crítica. Estos días en el Parlamento de
Madrid los líderes debieron hacer lo mismo: cortar de raíz aplausos y
abucheos; por educación y por responsabilidad.
Lo que estaba ocurriendo
no era para jalear; más bien para reflexionar y buscar cauces al
entendimiento inteligente, al debate de ideas y valores. Ver a todos
aplaudiendo en pie como figurantes no fue ejemplar, nunca lo es, todo lo
contrario. En ese contexto dejen al Rey en paz, bastante tiene con
permanecer sereno, contenido y responsable.
(*) Periodista y politólogo