“En la universidad española (…) la grosería aparece
tal cual, sin los ropajes de la buena educación. …cualquier libro sobre
la universidad española, aunque sea un libro de investigación (…) está
condenado a convertirse en una astracanada. Los que no conocen el
mundillo académico pensarán además que es inverosímil. Haga la prueba.
Dele usted a una persona cualquiera el acta de una reunión de
departamento, y no sólo pensará que usted se ha inventado el documento;
pensará también que ha perdido la cabeza.
“…la
única conclusión era que nuestra universidad había sufrido desde la
República hasta nuestros días un proceso de degradación moral y
académica del que era imposible recuperarse (…) Al perderse en los
primeros años de la Transición la oportunidad de corregir drásticamente
esta situación, los jóvenes políticos de la democracia facilitaron al
franquismo una de sus últimas victorias: garantizaron que los efectos de
ese atroz desmoche llevado a cabo por el Régimen en la universidad
perdurarían durante siglos”.
Antonio Orejudo. Un momento de descanso (2011)
Periodista: ¿Piensa que instituciones como la Universidad desaparecerán en el
futuro y serán sustituídas por otro tipo de institución más abierta, completa y profunda?
David Peat: En más de un sentido esto es motivo hasta de Esperanza.
Gallegos R. (compilador), (1997), Una sola conciencia. Enfoque
holístico sobre el futuro de la humanidad. Editorial Pax. México
El deterioro de la Universidad, si es que alguna vez no ha estado
deteriorada, queda evidenciado con lo ocurrido en la URJC sobre el
Máster de Cifuentes. Pero eso es sólo la punta del iceberg de la
degradación moral y académica.
[1] En cualquier caso, hay otro
deterioro que va más allá del anterior y abarca otra corrupción que se
puede considerar como el ‘engaño’ en la enseñanza o la falta de
cumplimiento de los objetivos de algo que se pueda calificar en serio de
Universidad, en el sentido de que enseñe a pensar y haga a las personas
mejores personas, precisamente porque se centre en enseñar a pensar por
cuenta propia, planteándose las preguntas relevantes para poder
entender el mundo en el que vivimos y para poder entenderse mejor uno
mismo y rechazar el aprender a obedecer.
En este sentido, la
sugerencia que hacía Antonio Machado en su Juan de Mairena en 1936,
sigue siendo totalmente válida. “Seguid preguntando, nunca os canséis de
preguntar, sin preocuparos demasiado de las respuestas. Vosotros sabéis
que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la
inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro
pensamiento, a sembrar inquietudes. “Preguntadlo todo, como hacen los
niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá?...
Vosotros preguntad siempre, sin que os detenga ni siquiera el aparente
absurdo de vuestras interrogaciones. Veréis que el absurdo es casi
siempre una especialidad de las respuestas”. Pero la Universidad sigue
sin prestar atención a Machado.
“Las universidades se han
convertido en amplia medida en las criadas del sistema corporativista. Y
esto no se debe sólo a las especializaciones académicas y sus
impenetrables dialectos, que han servido a su vez para ocultar tras
multitud de velos la acción gubernamental e industrial…si las
universidades son incapaces de enseñar la tradición humanista como parte
central de sus más alicortas especializaciones, es que se han hundido
otra vez en lo peor del escolasticismo medieval” (Ralston, 1997, 81-82).
El resultado final es que las miradas críticas, humanistas o,
simplemente, conectadas con las preocupaciones reales de las personas
son poco habituales en las universidades que, en su mayoría, forman ya
parte del ‘establishment’ como criadas pero instaladas en la creencia
(¿engañándose?) quizás, de que su trabajo es honesto intelectualmente y
socialmente relevante aunque, en la mayoría de los casos no es así.
Dados los incentivos académicos para ser considerado merecedor de una
plaza de profesor, cada vez es más necesario que el trabajo académico
sea socialmente ‘irrelevante’ y no cuestione apenas nada si quieres que
te publiquen en alguna revista ‘académicamente relevante’ en el sentido
de que ‘cuente’ como mérito académico.
Esto es lo que el
escritor norteamericano Philip Roth en su novela La mancha humana
(2000), califica de ‘Basura académica prestigiosa’, refiriéndose a las
universidades norteamericanas y Charles Ferguson
[2] de
“Académicos mercenarios” o de “especialistas académicos de alquiler”. La
situación ha ido a peor. “Las universidades ya no preparan a sus
alumnos para el pensamiento crítico, no les enseñan a analizar y
criticar los sistemas de poder y los presupuestos culturales y
políticos... se han convertido en escuelas profesionales, en criaderos
de gestores de sistemas preparados para servir al Estado empresarial.
Firmando un pacto faustiano con éste, muchas de esas universidades han
visto incrementarse las donaciones que reciben y los presupuestos de sus
departamentos con miles de millones de dólares procedentes de empresas y
del Gobierno…
A cambio, esos centros universitarios, al igual que los
medios de comunicación y las instituciones religiosas, no solo guardan
silencio sobre el poder empresarial, sino que también tachan de
a todo aquel que dentro de sus confines cuestiona los desmanes
empresariales y los excesos del capitalismo sin trabas…sobre todo en los
departamentos de Ciencia Política y Economía, repiten como loros la
desacreditada ideología del capitalismo desregulado” (Hedges,
2011,22-23). A lo que hay que añadir la cada vez mayor precarización del
profesorado, la burocratización de la Universidad y el endeudamiento
creciente de los estudiantes, según Chomsky
[3].
El resultado final es la irrelevancia intelectual y social de la
Universidad como espacio de reflexión y de pensamiento independiente,
convertida desde hace mucho tiempo en un espacio de sumisión y de
aburrimiento. Las Universidades llevan muchos años vendiendo humo. Los
estudiantes ven con claridad que no aprenden sino que asisten, dentro
del esquema del “estalinismo de mercado” (Fisher, 2016) a un ritual (no
se le puede llamar enseñanza) en el que no cuenta que se aprenda sino
que “prima la evaluación de los símbolos del desempeño sobre el
desempeño real” (Fisher, 2016,76).
Es decir, que se satisfaga la
apariencia de aprender, de ahí tanta burocracia y papeleo inútil de
carácter ceremonial que hay que cumplir sin que importe en absoluto si
los estudiantes realmente aprenden a pensar por cuenta propia. Lo
importante para aprobar la evaluación que el Ministerio realiza de cada
Facultad o Grado, de cara a renovar la acreditación para seguir
impartiendo la enseñanza, es demostrar que se cumple un protocolo, que
se obedece, que se rellenan bien las Guías Docentes (aunque no se sepa
bien qué se dice en ellas) no qué es realmente lo que se enseña.
Obviamente, formar personas que piensen por cuenta propia es una
amenaza para la continuidad de esta ‘normalidad patológica’ por lo que
“…deberá enseñarse la ignorancia en todas sus formas posibles”
[4].
El problema es que “…no se trata de una tarea fácil y, hasta el
momento, salvando algunos progresos, los profesores tradicionales no han
recibido una formación adecuada al respecto. La escuela de la
ignorancia requerirá reeducar a los profesores, es decir, obligarles a “
trabajar de forma distinta”,
bajo el despotismo ilustrado de un ejército potente y bien organizado
de expertos en “ciencias de la educación”.
Evidentemente, la labor
fundamental de dichos expertos será definir e imponer (por todos los
medios de que dispone una institución jerárquica para garantizar la
sumisión de los que de ella dependen) las condiciones pedagógicas y
materiales de lo que Debord llamaba la “disolución de la lógica”: en
otras palabras, “la pérdida de la posibilidad de reconocer
instantáneamente lo que es importante y lo que es accesorio o está fuera
de lugar; lo que es incompatible o, por el contrario, podría ser
complementario; todo lo que implica tal consecuencia y lo que, al mismo
tiempo, impide” (Michéa, 2002, 46-47). (Cursiva en el original).
Y lo mismo ocurre con la investigación, lo importante no es qué se
investiga sino dónde se publica. Mi experiencia es que la credibilidad
la tienen, a título individual, algunos profesores/as pero en conjunto
la universidad es un espacio estéril, de ignorancia, del que los
estudiantes están deseando escapar lo más pronto posible (Saludable
desprecio, llamaba Azaña en 1911 a esta actitud) con su papelito-título
de dudosa utilidad. Esta huída es más que comprensible pero no es nueva.
Hace ya bastantes años que suelo hacer dos preguntas a los estudiantes
de distintas universidades cuando imparto algún curso o conferencia.
La
primera es ¿Cuándo dejaron ustedes de estudiar para aprender y empezaron
a estudiar para aprobar? La respuesta, habitualmente unánime, es: en el
primer cuatrimestre del primer curso de la Licenciatura o del Grado,
algo que yo interpreto como el desánimo total ante las prácticas y
contenidos habituales de enseñanza. La segunda es ¿Cuántos profesores
sienten que realmente les han enseñado algo o les han transmitido
entusiasmo a lo largo de los cursos de Licenciatura o de Grado? La
respuesta nunca pasa de cinco profesores en toda la carrera, el mismo
resultado que expresé yo, y el grupo de estudiantes amigos, a lo largo
de mis años de estudio de la Licenciatura de Económicas en la
Universidad Complutense de Madrid entre 1970 y 1975.
Una
Universidad con estos resultados está prácticamente muerta, es realmente
una escuela de ignorancia y prepara a los estudiantes para ser
“cretinos militantes”, como señala Debord o simplemente los prepara para
esta normalidad patológica. De hecho, era Edgar Morin el que afirmaba
en su Introducción al pensamiento complejo (1994) que “Mientras los
medios de comunicación producen la cretinización vulgar, la Universidad
produce la cretinización de alto nivel. La metodología dominante produce
oscurantismo porque no hay asociación entre los elementos disjuntos del
saber ni posibilidad de engranarlos y de reflexionar sobre ellos.
Nos
aproximamos a una mutación sin precedentes en el conocimiento: éste
está, cada vez menos, hecho para reflexionar sobre él mismo y para ser
discutido por los espíritus humanos, cada vez más hecho para ser
engranado en las memorias informacionales y manipulado por potencias
anónimas (…) Esta nueva, masiva y prodigiosa ignorancia es ignorada,
ella misma, por los sabios. Estos, que no controlan, en la práctica, las
consecuencias de sus descubrimientos, ni siquiera controlan
intelectualmente el sentido y la naturaleza de su investigación” (Morin,
1994, 31).
Y en su espléndido artículo titulado “El desafío de la
globalidad” (1993), Morin nos indica que esta cretinización no se
refiere sólo a las ciencias sociales sino que es un resultado inevitable
del pensamiento por piezas inconexas, es decir, de la ‘falsa
racionalidad’ con la que nos educan en la universidad y que impide
realmente pensar con claridad, comprender y reflexionar. La cita es
larga pero no tiene desperdicio pues a pesar de los años sigue de plena
actualidad, como muestran problemas como el cambio climático o el empeño
en seguir manteniendo un estilo de vida y de consumo que va contra las
personas y el medio ambiente y que descansa en la violencia sistemática y
cotidiana.
“La falsa racionalidad, esto es, la racionalización
abstracta y unidimensional, triunfa sobre la tierra: las
concentraciones apresuradas, los surcos demasiado profundos y
longitudinales, la deforestación y la desarborización no controladas, el
asfaltado de los caminos, el urbanismo que no procura sino la
rentabilización de la superficie del suelo, la pseudo-funcionalidad
planificadora que no tiene en cuenta las necesidades no cuantificables y
no identificables por cuestionarios, han multiplicado los suburbios
dormitorio y las ciudades nuevas se convierten rápidamente en islotes de
tedio, de suciedad, de degradaciones, de incuria, de
despersonalización, de delincuencia.
Por doquier, y durante décadas, las
soluciones pretendidamente racionales aportadas por expertos,
convencidos de actuar conforme a la razón y al progreso y de que no hay
sino superstición en las costumbres y los temores populares, han
empobrecido al enriquecer, han destruido al crear. Las obras maestras
más monumentales de esta racionalidad tecno-burocrática se han realizado
en la URSS: se ha corregido, por ejemplo, el curso de los ríos para
irrigar, incluso a las horas más cálidas, hectáreas enteras de cultivo
de algodón donde no había un árbol, lo que ha acarreado la salinización
del suelo al ascender la sal de la tierra, volatilización de las aguas
subterráneas y desecación del mar de Aral.
La inteligencia parcelada,
compartimentada, mecanicista, disyuntiva, reduccionista, rompe lo
complejo del mundo en fragmentos disjuntos, fracciona los problemas,
separa lo que esta enlazado, unidimensionaliza lo multidimensional. Es
una inteligencia a la vez miope, présbita, daltónica y tuerta; lo más
habitual es que acabe ciega. Destruye en embrión toda posibilidad de
comprensión y de reflexión, eliminando así cualquier eventual juicio
correctivo o perspectiva a largo plazo.
Así, cuanto más
multidimensionales se hacen los problemas, mayor incapacidad hay para
pensar su multidimensionalidad; cuanto más progresa la crisis, mas
progresa la incapacidad para pensar la crisis; cuanto más planetarios se
hacen los problemas, mas impensables se hacen. Incapaz de enfocar el
contexto y el complejo planetario, la inteligencia ciega se vuelve
inconsciente e irresponsable. Se ha vuelto mortífera.
Uno de los
aspectos del problema planetario es que las soluciones intelectuales,
científicas o filosóficas a las que habitualmente se recurre constituyen
ellas mismas los problemas más graves y más urgentes a resolver: coma
han dicho Aurelio Peccei y Daisaku Ikado: “El enfoque reduccionista que
consiste en remitirse a una sola serie de factores para regular la
totalidad de los problemas planteados por la crisis multiforme que
atravesamos actualmente es menos una solución que el problema mismo”.
Pero la universidad sigue instalada en ese enfoque reduccionista y lo
enseña e impone como si fuera científico.
Por eso habría que
considerar en qué medida este “estudiar para aprobar” de la mayoría de
los estudiantes no es nada más que una señal de inteligencia, asumiendo
que no van a aprender las majaderías que se les pretenden enseñar, y les
hace, quizás, más inmunes a esa cretinización, pues los estudiantes
aprenden que tienen que repetir lo que el profesor les dice pero sin
creerse nada de lo que escriben si quieren conseguir el aprobado y el
papelito final.
Así pues, memorizan, repiten y borran esperando que en
algún otro momento puedan tener la posibilidad de aprender algo y
disfrutarlo. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que no aprenden a
relacionar. Como le dice un estudiante a otro en un dibujo de El Roto,
“Mejor es que crean que no entendemos lo que leemos a que sepan que no
nos interesa”. Y en otro dibujo del mismo autor, un estudiante le dice a
otro, “Los llaman exámenes, pero se trata de saber si agachamos bien la
cabeza”.
El dibujante Miguel Brieva acierta plenamente con su dibujo
sobre la enseñanza al mostrar que ésta se centra en enseñar a Repetir
(mentiras) en lugar de enseñar a Pensar por cuenta propia. Por otro
lado, la mayoría de las carreras universitarias siguen siendo
excesivamente largas y sin apenas contenido relevante, sin enseñar a
relacionar, duplicándose y triplicándose “temas sin contenido y sin
profundidad” y evitándose las cuestiones clave y las preguntas
relevantes que son las que permiten comprender en qué sociedad vivimos,
qué implicaciones tiene nuestra manera de “pensar” y de vivir y qué
perspectivas tenemos como especie para vivir de manera razonable en este
planeta.
“Pregunté a un médico cuánto tiempo tardaría en
enseñarme a ser médico. ‘Seis semanas’, respondió (…) Después de todo,
no tardamos en olvidar al menos la mitad de lo que aprendemos en la
universidad (…) Pregunté a un ingeniero cuánto tiempo tardaría en
enseñarme a ser ingeniero. ‘Tres meses’, respondió. No a ser un
verdadero ingeniero, sino a comprender su lenguaje y sus problemas, a
aprender lo esencial de su forma de pensar. (Zeldin, Conversación,
1999).
Y peor aún sería con los estudios de Ciencias Sociales donde se
‘enseña’ a base de Manuales obsoletos y descontextualizados y se repiten
consignas sin tener tiempo para reflexionar sobre las cuestiones y
conceptos relevantes. “… pregunté a mis estudiantes cuestiones cuyo
objetivo era expresar cómo iban ellos absorbiendo la economía que
subyacía en las matemáticas…Me dí cuenta de que para esos estudiantes la
economía era sólo parte del juego de los estudios de licenciatura:
aquellos que lo jugaban bien se aseguraban trabajo y sustento mientras
que los que lo jugaban mal se dedicarían a ser taxistas. Hacerlo bien
significa dominar el formalismo matemático no necesariamente comprender
la economía” (Marglin 2008, xiii)
Desde hace unos años, este espacio estéril va siendo cada vez más
controlado y mediatizado por las mal llamadas cátedras empresariales
que, en España, acabarán haciéndose con las propias universidades y
dirigirán sus planes de estudio, su investigación y su formación hacia
lo que les interese a esas cátedras que, con seguridad, no va a ser
comprender en profundidad qué es lo que está ocurriendo, algo que ya
saben bien pues son ellas protagonistas y orientadoras de lo que ocurre.
Ya sabemos que los bancos no van a crear cátedras que estudien con
libertad temas como las pensiones públicas para que se pueda concluir
que los bancos tienen que pagar más impuestos y que hay soluciones
distintas a las de suscribir planes privados de pensiones, ni es
probable que las cátedras de Turismo vayan a aconsejar disminuir el
número de turistas aunque la saturación sea obvia y los costes sociales
que impone el turismo sean muy elevados. Tampoco es probable que las
farmacéuticas doten cátedras cuyos resultados puedan ser que una
alimentación adecuada previene muchas enfermedades y evita el uso de
productos farmacéuticos.
Las cátedras están creando profesores e
investigadores sumisos y obedientes que, además, se sienten orgullosos
de su trabajo sumiso pues la concesión de la cátedra se (mal)interpreta
como una señal de prestigio y de reconocimiento, olvidando aquel
aforismo sufí según el cual “Sólo un necio busca el reconocimiento de
los necios”. La continuidad de la irrelevancia y de la mediocridad está
garantizada y, mientras los estudiantes aguanten y no hagan públicas sus
vivencias y expresen su queja por el fraude que supone recibir unas
clases de tan baja calidad, esto no cambiará como no parece haber
cambiado mucho desde hace más de un siglo.
En 1911, Azaña
escribió un breve texto sobre la Universidad que mantiene una actualidad
lamentable, ahora teñida con un barniz de pedagogía moderna, y con el
mismo desprecio por parte de los estudiantes, ahora disfrazado de
‘fracaso escolar’ aunque quizás sería más preciso calificarlo como
rechazo estudiantil o fracaso de la Universidad.
Señalo algunos
párrafos, “Triste y difícil es la vida de Universidad (…) hay que sufrir
la aridez de las clases sin objeto, someterse a una gimnasia mental
absurda, apechugar con libros farragosos y tragarlos como quien traga
estopa (…) A las «lecciones de cosas» que se esfuerzan en darle los
últimos eslabones de la cadena administrativa opone la juventud un
saludable desprecio. ¡Todo esto pasará como una torturante pesadilla! El
escolar aprende a contar el tiempo, como no lo contará más en su vida,
como no lo cuenta nadie, sino cuando está cautivo o preso (…) Hornadas
de doctores, de licenciados, salen cada año preparados para abrirse
camino a través de la libre competencia. Mas, ¡a qué precio!
La
Universidad no es un hogar científico, un centro de investigación, un
probadero de la aptitud; es una oficina montada para servir los
intereses ya nombrados, una estufa donde se mantienen vivas y se
cultivan las más perniciosas supervivencias. El régimen de la
Universidad parece hecho para adormecer las grandes cualidades y
fomentar el contagio moral, la propagación de todos los gérmenes nocivos
que incuba el alma.
En ese régimen naufragan los peores y los mejores;
flotan y sobreviven los mediocres” (Azaña, “El templo de Minerva”,
1911). Desde luego, después de lo que está aflorando a raíz del caso
Cifuentes (y de los muchos casos similares que puede quizás haber en
otras universidades), hay que reconocer lo poco que hemos avanzado.
(*) Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de La Laguna
REFERENCIAS
Azaña M. “El templo de Minerva” (1911). Antología. Alianza Editorial. Madrid. 1982.
Fisher M.. Realismo capitalista ¿No hay alternativa? Caja Negra. Buenos Aires. 2016.
Hedges C. (2011). La muerte de la clase liberal. Capitán Swing. 2015. Madrid.
Machado A. Juan de Mairena. Alianza Editorial. Madrid. 1981.
Marglin S. The Dismal Science. How Thinking Like an Economist
Undermines Community . Harvard University Press, Cambridge. 2008.
Michéa J.C. La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas. Acuarela & A. Machado. Madrid. 2002.
Morin E. Introducción al pensamiento complejo. Gedisa editorial. Barcelona. 1994.
Morin E. “El desafío de la globalidad”, Archipiélago. 1993.
Orejudo A. Un momento de descanso. Tusquets. Barcelona. 2011.
Ralston S. La civilización inconsciente. Anagrama. Barcelona. 1997
Roth P. La mancha humana. Debolsillo. Madrid. 2000.
Zeldin T. Conversación. Alianza Editorial. Madrid. 1999.
Notas:
[1]
Algunos de los textos que muestran ese deterioro son, entre otros, los
siguientes: Adios a la Universidad, de Jordi Llovet (2011); “La
universidad que viene: profesores por puntos”, J.A. de Azcárraga, https://elpais.com/diario/2011/03/03/opinion/1299106811_850215.html; “No me hables de Oxford”, J.L Pardo, https://elpais.com/diario/2011/05/01/opinion/1304200813_850215.html; “Los males de la Universidad y la conjura de los mediocres”, de A. Jorge http://www.sinpermiso.info/textos/los-males-de-la-universidad-y-la-conjura-de-los-mediocres; “Acredítenme, por favor”, R.A. Alija http://mientrastanto.org/boletin-164/notas/acreditenme-por-favor
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.