Uno nunca termina de aprender a decir adiós. Y menos aún, cuando la
despedida llega así, de sopetón, como un golpe seco, tan injusta como es
a veces la vida, sin darte tiempo a asimilar lo que ha pasado. Te
repites, pero, ¿cómo puede ser? ¿Qué es esto? ¿Es posible que el jueves
estuviera dando el callo, trabajando, y hoy ya no esté?
Me cuesta mucho hacerme a la idea de que mañana, en las Cortes de
Castilla-La Mancha, o el martes de la semana que viene, en la próxima
reunión de mi Consejo de Gobierno, voy a volver la cabeza hacia un lado y
ya no voy a ver a Elena.
Recordarla, sí. Me acordaré yo tan a menudo como todos los que la
conocieron y compartieron con ella alguna parte de su vida. Porque Elena
quería y era imposible no quererla. Nunca una mala palabra, nunca un
mal gesto. Siempre con una sonrisa. Siempre dispuesta a trabajar lo que
hiciera falta.
Ha sido una gran colaboradora porque era, lo primero, una gran
persona. Una gran compañera y una gran consejera, que hablaba con la
misma ilusión de cómo ayudar a una familia para evitar un desahucio, que
cuando nos contaba lo inteligente que demostraba ser, cada día más, su
hija Daniela.
Nadie puede llenar nunca el vacío que deja ninguna persona. Y menos
aún en casos como el de Elena, que era una mujer muy formada y culta,
pero que demostraba una sensibilidad hacia los demás, hacia quienes peor
lo pasan, que estaba muy por encima de su curriculum académico y de su
trayectoria profesional.
El vacío que dejas en nuestra Mesa del Consejo de Gobierno es
irremplazable no como consejera, sino como Elena De la Cruz. Termino
estas líneas y llego a la conclusión de que sigo sin saber despedirme
bien. Por eso te digo lo único que me sale de una garganta que ahoga un
sollozo y de un corazón que sufre, pero que está orgulloso de ti:
Adiós Elena, un abrazo eterno.
(*) Presidente de Castilla-La Mancha
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