Ese aspecto adusto, ese porte rígido
cuando viste uniforme, ese calarse la gorra con el plato sobre la nariz
delatan el carácter autoritario de un monarca, al que el New York Times aproxima a la ultraderecha.
Felipe no empatiza con su pueblo. La monarquía sigue cosechando
suspensos en las valoraciones populares. No hay modo de caer bien a la
gente, ni siquiera con la insoportable campechanía de su progenitor.
En
lo que hace a Catalunya, la falta de cercanía, de sensibilidad, se
convierte en hostilidad y agresividad. Felipe entró en el conflicto
catalán a los dos días de la barbarie policial del 1-O con un discurso
amenazador y hosco de parte beligerante. La decisiva, porque al no
mencionar ni de pasada a las más de mil víctimas y sancionar la
violencia de sus huestes, se puso al frente del ataque a Catalunya. Como
su antepasado.
La
entrega de despachos judiciales en Madrid rompe una tradición de dos
décadas y es un acto más de beligerancia contra Catalunya. Bien claro
queda en las pobres excusas de Carlos Lesmes con el 40º aniversario de
la Constitución y no sé qué otra efeméride del CGPJ que él preside. Se
pretende castigar a Catalunya por la permanente insubordinación de todo
quisque en el Principado: la gente, las asociaciones, los partidos, las
instituciones y hasta los premios literarios.
Es comprensible que no
agrade al monarca, acostumbrado a la música de fondo de los aplausos,
que le silben, le increpen, le insulten y le hagan caceroladas. Es
comprensible pero entra en su sueldo (¡y qué sueldo!) tragarse esos
sapos dado el altísimo papel que representa.
Por el contrario, olvidado
de su misión, Felipe actuó primero como político de partido; luego como
policía; y ahora, como juez, santificando ante festum lo que justificó post festum en su discurso del 3 de octubre: la represión policial y ahora judicial de una opción legítima de los ciudadanos.
Adorna
su beligerancia con unas cuantas vulgaridades sobre la Constitución,
calificada de "pacto intergeneracional" contra toda evidencia, pues la
generación actual no pactó nada y menos que nada, un texto constitcional
que ignora derechos básicos y es de imposible, o punto menos que
imposible, reforma.
Añade otras tantas vaciedades sobre la sociedad
democrática, hablando en primera personal del plural, pero no del plural
mayestático -que sería comprensible aunque algo ridículo- sino del
plural ¡democrático! el basado en el principio de la isonomia o igualdad
ante la ley. Y lo dice él, que está por encima de la ley, como la ley
abyectamente reconoce.
El
gobierno echa una mano, servicial, y alguna ministra viene a explicar
que dentro de la Constitución cabe todo. Todo lo que cabe, se entiende,
porque el derecho de autodeterminación es parte del todo y no cabe en la
Constitución según insiste la misma autoridad. Así que la mano de la
ministra está tan vacía como la de su rey.
El
todo es selectivo. La autodeterminación no cabe, pero las barbaridades
antijurídicas de Vox sí caben. Al menos, según dice Casado y ya se verá
cómo lo entienden los de Rivera. La Constitución es suya; como el resto
del país, por lo demás. La hicieron ellos, aunque, en un alarde atávico,
algunos acabaron votando en contra del texto que ahora esgrimen como un
alfange.
Un
alarde y exhibición de aquello de lo que el país carece: separación de
poderes, independencia judicial, imparcialidad de los tribunales,
legalidad de sus actuaciones y justicia. Porque, si hubiera todo esto,
no sería necesario proclamarlo los días pares y los impares.
Igual que
si la bandera borbónica y el escudo de España simbolizaran la unión en la
diversidad, tampoco habría que estar repitiéndolo como carracas ni
condenando a la gente por sonarse los mocos con ellos.
Para
arreglarlo, el acto es vigilia al comienzo del proceso político del 1-O
que no es otra cosa que una farsa judicial, un proceso arbitrario e
irregular, basado en unos delitos inventados y que, además, puede haber
incurrido en causa de nulidad si, en efecto, se prueba que la
instrucción que dio origen a la aventura del Cid Llarena, está viciada
por defecto de forma.
Diga
lo que diga el rey, Catalunya no puede esperar justicia del Estado
español porque el pleito que plantea, la independencia, es político,
prejudicial y debe ser abordado en términos políticos. Hacerlo en
términos judiciales penales es garantizar que se cometerá una
injusticia. La justicia del enemigo político jamás será justicia, lo
vistan como lo vistan y máxime si así se prevé en la prosa de los
magistrados, cuando hablan del superior interés de España.
Catalunya
tiene su propia faena. La fuerza mayor del Estado obliga a contar con
el calendario del juicio, al tiempo que se desarrolla la política propia
de la República en actos que siguen planteando la situación de hecho de
dos poderes fatalmente enfrentados.
No
hay base moral ni material para esa causa. Es un montaje judicial y
policial que, por cuanto se ve, no va a salir al Estado tan fácil como
el asunto de Altsasu. No habiéndose parado este espectáculo a tiempo, ya
solo queda pelear el proceso paso a paso y aguardar los resultados.
Torra ya ha dicho que no aceptará un resultado que no sea la absolución.
En realidad, el republicanismo no puede aceptar ningún resultado, ni el
de la absolución, porque niega legitimidad al Estado para el juicio.
Sea
cual sea el resultado, absolución o condena, será negativo para el
Estado porque, por fin descubrirá que el independentismo no es cosa de
una organización delictiva a la que basta con "descabezar", sino un
movimiento social amplio y profundo, una revolución de nuevo tipo e
imparable.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED