Si Bárbara Tuchman levantara la cabeza para añadir a su clásico ensayo El desfile de los locos los
más notables desvaríos de los albores del siglo XXI, incluiría la
conducta de los líderes políticos españoles durante el año 2016 junto a
la de la administración Bush al responder al 11-S con la infundada
invasión de Irak, junto a la de David Cameron y Juan Manuel Santos al
convocar atolondradamente referendos prescindibles con propuestas
contrarias a la sensibilidad de los votantes y junto a la del jurado del
Nobel de la Paz al desprestigiar este galardón, convirtiéndolo en arma
de guerra frente a la voluntad democrática de los colombianos.
La historiadora favorita de Kennedy ampliaría así el repaso, "desde
la guerra de Troya hasta la de Vietnam", que le sirvió para demostrar
cómo a menudo la clase dirigente toma decisiones contrarias a su propio
interés en momentos críticos. Sólo esa variante de la locura llamada
autoengaño explica, a su entender, que los troyanos metieran en su
ciudad el caballo que les 'regalaban' los griegos, que los papas del
renacimiento provocaran con su intransigencia la reforma protestante,
que la Corona británica no se aviniera a negociar la independencia de
sus colonias en Norteamérica o que la Casa Blanca se enfangara más y más
en el cenagal vietnamita.
Todas estas pautas de conducta fueron
"contraproducentes a ojos vista" en el propio momento en que se
adoptaron y en todos los casos existía "un camino alternativo" que
hubiera evitado los males que desencadenaron. Esos dos requisitos que,
según Tuchman, habilitan para engrosar el "desfile de los locos" se
cumplen con creces tanto en la pasividad de los dirigentes del PP al
permitir que Rajoy se negara a dimitir por la corrupción y volviera a
ser una y otra vez candidato a la Moncloa, como en el empecinamiento de
Pedro Sánchez y sus émulos (o más bien e-mulos) al encastillarse en el
'no' a la investidura, ignorando las implicaciones reales de la
aritmética parlamentaria.
Pero también podemos decir otro tanto de
la obsesión de Pablo Iglesias por sobrepasar en escaños al PSOE, hasta
el extremo de hacer el juego a la derecha forzando la repetición de
elecciones el 26-J cuando, como dice Rubalcaba -con perdón-, "tenía a
huevo" haber apoyado o al menos permitido un "gobierno progresista",
como el que fue fruto del Pacto del Abrazo. O por supuesto del trastorno
mental, cada vez menos transitorio, que parece embotar a Puigdemont,
Junqueras y demás líderes separatistas en su demencial carrera hacia el
abismo de la ruptura unilateral con el Estado.
No es que en
nuestra política haya locos; es que, si exceptuamos a dos en posiciones
tan antitéticas como Albert Rivera e Íñigo Urkullu, lo que no se
encuentran son cuerdos. "Ils sont fous ces espagnols!", que diría
Asterix. Cosecha de chiflados, país de majaretas. Hasta el extremo de
que el carácter gregario, cuando no rastreramente servil, de la cultura
de lo que Guillermo Gortázar define certeramente como "Estado de
partidos", reduce nuestra vida política a una procesión de retahílas de
ciegos enhebrados como ristras de ajos.
Ni siquiera queda ya el consuelo del reciente liderazgo de los
tuertos -Aznar, Zapatero-, similar al consentido por el emperador
bizantino Basilio II cuando permitió preservar un ojo a un centenar de
prisioneros búlgaros, dentro de los 15.000 que ordenó cegar tras la
batalla de Kleidión. No, la pasarela española ha degenerado de tal forma
que nos remite ya directamente a lo que Jesús dice de los fariseos en
el Evangelio de San Mateo (15:14): "Dejádlos, son ciegos que guían a
ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo".
Esto
explica el desprestigio abisal que afecta indiscriminadamente a los
políticos españoles, tal y como en pocos días han reflejado, de forma
coincidente, la encuesta de SocioMétrica para El Español y el propio
sondeo mensual del CIS. Un país en el que el 89% de los ciudadanos ve
"mala" la situación política y considera a los políticos como el tercero
de sus problemas, inmediatamente después de la corrupción -albarda
sobre albarda-, comienza a asemejarse al desolado paisaje en el que
Breughel el Viejo sitúa su "Parábola de los Ciegos".
Solo por
contemplar ese cuadro merece la pena visitar el museo Capodimonte de
Nápoles. En los seis desharrapados, binariamente enucleados o lacerados
por el leucoma corneal, que avanzan uncidos por sus bastones, amarrados
por los hombros de su dependiente enemistad, está toda la miseria de
nuestra actualidad política.
La iniciativa era de Pedro Sánchez pero ha perdido el pie víctima de
su ofuscada ambición, ha rodado por tierra y yace en el arroyo rebozado
por el limo del desdén. Tras él tropezará Rajoy, que será investido, sí,
pero nunca pisará la tierra firme de la estabilidad y tendrá que
gobernar en la ardiente oscuridad de no saber jamás si habrá un mañana
para él.
Enganchada por la vara del mando avanza detrás Susana la Costurera,
aguardando a que le llegue el turno en el dominó de los resbalones,
conforme con ser la mujer a la espera, incapaz de desmarcarse de la fila
para plantear un rumbo alternativo en campo abierto. Amenazando sus
espaldas, llega como un zombie voraz Pablo el Populista, el
hombre que no existiría, o al menos no se sentiría realizado, si no
diera miedo cada amanecer a alguien. Y, agarrados a su inconsistencia,
cierran el cortejo Puigdemont y Junqueras, esos peores ciegos del género
de los que no quieren ver.
¿Por qué en ninguno de ellos
encontramos modernidad, innovación, regeneracionismo? ¿Por qué los que
no se conforman con la conservación de lo que hay pretenden directamente
su destrucción o ruptura? Cualquiera diría que a la política española
en esta era de la tecnología digital le resulta extrapolable aquella
reflexión de Alejo Carpentier cuando decía que, "remontando el Orinoco",
había descubierto el maridaje del siglo XX "con el hombre del
neolítico".
¿A qué se debe tanto atavismo, tanta inflexibilidad, tantas actitudes
sustancialmente reaccionarias? ¿Cómo es posible que nuestra vida
pública siga trenzando el egoísmo tribal del troglodita -la tribu
pepera, la tribu podemita, la tribu indepe- en el oscurantismo de la
caverna?
Unamuno lo atribuyó en un artículo publicado hace exactamente cien años en la revista España -nº
91, página 5, 19 de octubre de 1916- al viento africano del suroeste
que rachea la península anunciando lluvias en primavera y en otoño. "¡Es
el ábrego!", titulaba. "¡Es el ábrego! ¡Es el terrible ábrego!",
alegaba. "Es un viento temoroso, seco, cálido que agosta la verdura y
hasta produce una retórica suya, una retórica de hojarasca seca que
cruje sobre campos calcinados".
¿Cuántas veces no hemos tenido la
sensación de escuchar ese lenguaje baldío que las mentes yermas de unos y
otros culiparlantes transmiten a sus resecas lenguas de madera? Unamuno
se apoyaba en el episodio de un grupo de senadores que habían
abandonado el salón de plenos cuando un orador había pronunciado la
palabra "culebra"; pero esta misma semana podríamos fijarnos en Rafa
Hernando poniendo condiciones para permitir que los socialistas permitan
-tiene bemoles- la investidura de Rajoy; en la tal Susana Sumelzo, niña
bien de Zaragoza que no habría vacilado en avalar los crímenes de los
GAL como hicieron todos sus ancestros políticos pero cuya conciencia le
impide tan siquiera abstenerse ante cualquier candidato del PP; o en la
fanática mochales de Carme Forcadell que dice que "lo volvería a hacer",
después de que el Tribunal Constitucional haya apreciado indicios
delictivos en su promoción de la secesión de Cataluña por medios
ilegales.
Seguimos entre "los hunos y los otros" y los de más
allá. Para los peperos decir PSOE es decir "culebra". Para los sociatas,
como para los podemitas, decir PP es decir "culebra". Para los
separatistas decir España es decir "culebra".
Cuánta razón tenía nuestro Agitator Hispaniae cuando advertía
de que hay comportamientos que denotan "una imaginación sahárica, molida
y desgastada por la friega de la arenilla del ábrego espiritual". He
ahí la clave de tanta ceguera: este es un país de alumbrados y zelotes
en el que la "arenilla" de la estupidez y la pereza, de la envidia y el
odio, se le mete en los ojos al más pintado, a nada que se descuide.
Cuánta cultura democrática, cuánta buena educación primaria, cuánta
excelencia universitaria nos falta para contrarrestar, los "obstáculos
-meteorológicos- tradicionales que se oponen a la felicidad pública".
(*) Periodista y director de El Español
http://www.elespanol.com/opinion/carta-del-director/20161008/161683832_20.html