Ni la excepcionalidad de la política catalana, con la autonomía
suspendida por el artículo 155, ni el hecho de que el candidato a
president de la Generalitat comparezca esta mañana, junto a otros cinco
diputados, ante el juez Pablo Llarena, con la incógnita de si ingresará en la prisión de Estremera, cambiaron el rumbo de los acontecimientos previsibles. Así, Jordi Turull no obtuvo la investidura del Parlament al faltarle los cuatro diputados de la CUP.
La revolución de las sonrisas entró en fase de tragedia,
no se sabe aún si temporal o definitiva, entre la presión judicial del
Estado y la división independentista. Nunca una sesión de investidura
parlamentaria fue tan atípica ni tiene por delante interrogantes de
tanta trascendencia y simbolismo.
Con tan solo doce horas de diferencia,
Jordi Turull y otros cinco parlamentarios -Carme
Forcadell, Josep Rull, Raül Romeva, Marta Rovira y Dolors Bassa- pasarán
de protagonizar una sesión de investidura del president de la
Generalitat a comparecer en el Tribunal Supremo donde se les comunicarán
los delitos por los que serán juzgados y quien sabe si su ingreso en
prisión.
La investidura de Turull fue, en consecuencia, sobria para un acto de
esta naturaleza. Muy lejos incluso de la esgrima parlamentaria que
acompaña estas sesiones. Sabido el resultado final que los cupaires
desvelaron al inicio de la sesión, faltaba tan solo llegar a la
votación. Desaparecida la tensión por el resultado, se instaló en el
hemiciclo una angustia mucho más espesa y pesada que se reflejaba en los
rostros de los diputados que debían emprender viaje hacia Madrid.
La intervención del candidato Turull fue más emotiva que política; más épica que rupturista.
La primera gustó más a los partidos unionistas que quisieron sacar
tajada de dos circunstancias que estuvieron toda la tarde presentes: en
primer lugar, que las cartas estaban dadas y de nada servían los gestos a
los diputados cupaires; en segundo lugar y en estas circunstancias, su
intervención no podía ser una baza para el magistrado Llarena. En la
réplica, el candidato estuvo mucho más suelto y propinó algunas collejas
a la oposición. A destacar, en conjunto, su dignidad en unas
circunstancias muy, muy difíciles.
La jornada tuvo un corolario final con la renuncia de las diputadas Forcadell, Rovira y Bassa
que comparecerán ante Llarena desprovistas de la condición de políticas
en activo. No así, Turull, Rull y Romeva que conservan su escaño. El
primero, además, tiene la segunda oportunidad para ser president de la
Generalitat el sábado a las 10 de la mañana. Eso, a expensas, de que
Llarena no decida lo contrario.
Necesitará solo la mayoría simple, o sea
66 escaños, una cifra que puede lograr con dos votos afirmativos de la
CUP -en principio imposible- o con las dimisiones como diputados del
president Puigdemont y de Toni Comín. Eso siempre que el juez del
Supremo no cambien radicalmente la situación de los procesados y queden
todos ellos, también los que están en Bruselas y Estremera,
inhabilitados para ejercer cargo público.
Y acabo. No fue un día solemne, pero sí importante. Los perdedores
del 21-D se fueron satisfechos y los ganadores tristes. La democracia
tiene sus reglas y sus juegos de mayorías y minorías, es cierto.
Pero cuando los electos no son capaces de cumplir el mandato de los
electores, resolver sus diferencias y realizar grandes acuerdos ni en
condiciones tan excepcionales es normal que sus votantes se interpelen
sin respuesta por lo que ha sucedido. Y que los demás tampoco sepamos
muy bien como explicarlo del todo.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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