Hasta el jueves nunca había sido miembro del tribunal de
una tesis. Su autor, Joan de Dios Monterde, ya es doctor. El objetivo
de su investigación ha sido determinar qué hace que un ensayo sea
literario. Dicho así parece aburrido, pero es fascinante: un buen ensayo
es oxígeno civil en busca de un lector dispuesto a respirar diferente.
El ensayista es alguien que, meditando mientras escribe, proyecta una
mirada alternativa sobre lo que no se cuestiona. Es una subjetividad que
piensa poco a poco para descubrir elementos desapercibidos o que han
quedado sepultados por una verdad que tiene más de consenso que de
verdad. Así el ensayo desacata los discursos del poder.
Estos días leía la tesis y no encontraba el modo de
concentrarme. La sucesión de hechos, frenética, me engullía frente a
demasiadas pantallas. El miércoles por la mañana acabé las 800 páginas.
Aceleración. Mientras la Guardia Civil detenía altos cargos de la
Generalitat, un helicóptero sobrevuela mi barrio y la espiral de
degradación entra en fase crítica. Cada vez más conciudadanos míos
pensaban que debían desobedecer.
Tocaba escribir este artículo, tan incómodo, y en la cabeza
sólo me cabía un propósito. Intentar situarme ante el problema, si
fuera posible, como un ensayista. Escepticismo. Pensar las razones del
otro. Tratar de entender qué nos ha llevado al colapso. Intentar mirar
las cosas huyendo de tantísima propaganda que incluso se ha colado en
las escuelas. Dotarme de una explicación que no sea simplificada porque,
aunque nos hayan abocado a una solución binaria, nuestra realidad
rebasa de mucho la dicotomía entre un sí y un no.
Sin embargo, lo mires por donde lo mires, estamos aquí. El
Govern de la Generalitat desafiando al Estado refundado durante la
transición. Un desafío político que, impugnando el marco legal para
ejercer el fósil del derecho a la autodeterminación, tiene como objetivo
la construcción de un nuevo Estado e, inevitablemente, la destrucción
del Estado español que al principio del siglo XIX se originó con la
quiebra de la monarquía absoluta. Digamos las cosas por su nombre.
Ante la formalización de un desafío de naturaleza
excepcional, el Estado de derecho –el poder organizado que ordena la
convivencia, debilitado en todas partes por la globalización– sólo puede
actuar con el objetivo prioritario de salvaguardar su supervivencia y,
si hace falta, imponiendo una represión que degrada al propio sistema.
Escandalizarse ante esta constatación es farisaico.
Si apuestas el
autogobierno a la ruleta rusa, como ha decidido el presidente
Puigdemont, sabes a lo que vas. Y el Govern de la Generalitat, después
de las lamentables sesiones del 6 y 7 de septiembre en el Parlament,
decidió jugar a todo o nada y, como había reiterado por activa y por
pasiva, inició la cuenta atrás del referéndum unilateral de
independencia.
Tras años dejando pudrir el problema (pero usando las
cloacas policiales, como ha dictaminado el Congreso sin que pase nada),
ahora, en la prórroga, el presidente Rajoy ha decidido romper la cuerda
con autoritarismo para evitar que el referéndum pueda celebrarse. Como
si quemando las papeletas murieran las ilusiones. Y no. No sólo. Ya no.
La cuestión de fondo no es si el Gobierno español tiene
bastante con la ley para blindar el Estado de 1978. Si fuera así, habría
hecho jaque mate. La cuestión afecta a la cultura política que sustenta
al Estado y su fortaleza institucional. Porque el Estado, desbordado
por el proceso, se ha desnudado. ¿Y qué hemos visto? Una máquina antigua
que no gradúa el alcance de decisiones que aún ponen en más peligro su
estabilidad porque descaradamente sabotean el Estado de derecho.
Si ante
movilizaciones sostenidas sólo sabe reforzarse deteniendo personas,
abandonemos toda esperanza. Aceptar al fin que es una máquina averiada
porque, a pesar de señales y advertencias de todo tipo, ha sido incapaz
de reformarse. Signos de los tiempos mientras regresa el pánico nuclear y
hay terroristas trabajando para hacernos todo el daño que puedan.
El Estado del 78 no está noqueado porque estuviera
constitutivamente tarado. No hay momento de fundación constitucional
puro y limpio. Se ha ido degradando porque, en lugar de actualizarse, se
dejó corromper por una trama de intereses partidistas y económicos
escudada tras una idea de España caduca y uniformizadora. Su
legitimidad, así, se ha adelgazado. Mucho. Digamos las cosas por su
nombre. Pero digámoslas todas.
Falta una semana para el 1 de octubre. El precio que
los gobiernos están dispuestos a pagar por el referéndum –para hacerlo,
para impedirlo– es altísimo. Ignoramos, pues, en qué condiciones se
llegará al 2. Pero sí sabemos que no lo merecíamos. No merecemos esta
agonía civil.
El fracaso de la actual clase política –una conjura de
irresponsables– ha sido colosal. Es verdad que los buenos ensayistas,
como explica Monterde, evitan las palabras solemnes. No lo soy. Fracaso
colosal. Lo miro poco a poco y no veo nada claro. El móvil me hierve
con imágenes y consignas, pero no me sé ilusionar como hace tanta gente
que quiero. Soy un ciudadano decepcionado que anhela que el caos
institucional acabe con la menor quiebra posible.
(*) Periodista y escritor
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