La tormenta política está servida. Entre las verdades del Presidente
del Gobierno brilla una: la del lodazal. El rigor del debate político
está a la altura de la suela del zapato; no son pocas las materias
tratadas en declaraciones y discursos, incluida la sede parlamentaria,
que no alcanzan el nivel de párvulos; la ignorancia que manifiestan no
pocos diputados, incluidos los portavoces, sobre asuntos fiscales,
constitucionales… resulta asombrosa. ¿No hay mejor gente?
Entre los orígenes de los últimos escándalos aparece una institución
relevante: la universidad. Desde allí se han prodigado irregularidades
que atentan contra la ética universitaria y la decencia ciudadana. El
amaño de calificaciones y de títulos y el plagio son pecados mortales en
sí mismos, pero agravados en el escenario universitario.
La exministra
de Sanidad se ha ido sin reconocer culpa alguna y sus compañeros de
familia política la han secundado y apoyado sin reservas. Si plagió, y
todo apunta a que lo hizo, y no lo asume, la dimisión no limpia la
falta.
En el fondo se percibe esa anomia moral que conduce al
descrédito. Desprecio a la moralidad que se exige al adversario con
máxima exigencia y se disculpa en los próximos con desvergüenza
manifiesta. Así es muy difícil que el ciudadano común confíe en ellos;
ni son, ni parecen; no dan ejemplo, solo producen descrédito y espanto.
Pero en este panorama asombra la respuesta de la Universidad:
silencio. A lo más anuncian una investigación interna, precisamente en
la misma Universidad sospechosa de lo peor. Un primer aviso fue el del
rector plagiario que se fue de rositas sin que la propia universidad, la Consejería que la tutela, la conferencia de rectores y el ministerio
movieran una ceja. Pero lo del plagiario era tema menor, para lo que iba
a venir.
El catedrático, con todos los sacramentos, Enrique Álvarez
Conde era conocido entre sus colegas como un granuja, un aprovechado;
sospecho de todo tipo de amaños, casi siempre para sacar algo a cambio.
Pues con esa reputación le otorgaron un Instituto Universitario con
autonomía y sin control, para que lo manejara a su aire. Es decir se
hicieron cómplices del granuja.
Cifuentes ha pagado un precio, arruinó su vida política; Carmen
Montón, también. Pablo Casado… ya veremos. Y Pedro Sánchez tendrá que
soportar la evidencia de que su tesis doctoral es un bodrio que no
hubiera superado una revisión profesional mínimamente exigente. ¿Cuántas
tesis semejantes pasaron el examen más benevolente?
La Universidad
tiene un problema, no solo en la Rey Juan Carlos, que quizá debe
desaparecer con tal y repartir sus departamentos por otras universidades
más escrupulosas. Pero las demás universidades tendrían que asumir el
reto de defender su reputación, su respetabilidad con pruebas y
explicaciones. Si no se apartan de forma fulminante y clara las piezas
podridas todo lo que hay en el cesto se pudrirá.
El actual sistema universitario está cuestionado, aunque cuantos
conocen la Universidad saben que hay muchas zonas respetables,
efectivas, incluso brillantes; pero no es suficiente, hay que
acreditarlo, hay que trabajar por la confianza y hay que extrañar las
malas prácticas y a los males profesionales con firmeza; no se puede
tolerar el estercolero, el lodazal.
(*) Periodista y politólogo