Cuando solo se han cumplido quince meses de las últimas elecciones
catalanas ―21 de diciembre de 2017― y después de que costara Dios y
ayuda escoger un president de la Generalitat por la oposición del estado
español a que tres parlamentarios, Carles Puigdemont, Jordi Sànchez y Jordi Turull,
pudieran ser investidos por la Cámara catalana, la oposición ha
conseguido aprobar una propuesta exigiendo la convocatoria de nuevos
comicios o que el president Quim Torra se someta a una moción de confianza.
El resultado ha sido 62 a 61, aunque hay que hacer dos salvedades: los
62 de la oposición hubieran podido llegar a 65 si todos los diputados
hubieran estado presentes y los 61 de la mayoría gubernamental
aritméticamente son esos pero políticamente son 66, ya que no pueden
votar Puigdemont, Comín, Sànchez, Turull y Rull, que no han delegado su
voto y están en el exilio o en la prisión.
Es obvio que mientras dure esta última circunstancia cualquier
votación está viciada de origen y algunos partidos de la oposición así
deberían entenderlo. Es lógico que esa sea la estrategia de PP y Ciudadanos,
embarcados en una carrera infinita de insultos a los gobernantes
catalanes y que no esconden su objetivo de laminar la autonomía
catalana. Pero la votación de este jueves ha contado con dos actores
más.
El PSC, que siempre está en la posición política
contraria al independentismo, aunque en ocasiones mira de hacer
esfuerzos para que se le note lo menos posible y en otras saca pecho y
avisa de un nuevo 155. No debería sorprender esa actitud del PSC pero sí
tenerla en cuenta como un aviso para navegantes de cara a los próximos
comicios que vendrán. No sería la primera vez que los votos tuvieran un
destino diferente al que han predicado los políticos en campaña.
Pero el verdadero juego de magia lo han realizado los comunes.
¿Se puede estar en contra de la represión del Estado, de la injusta
prisión que sufren diputados encarcelados y del exilio y aprovechar en
interés propio esta circunstancia? ¿Es éticamente aceptable? Estamos en
campaña electoral para las españolas, municipales y europeas, un
ciclo que acabará el 26 de mayo.
El president no debe convocar
elecciones porque las circunstancias políticas del 21 de diciembre y la
mayoría que allí se obtuvo no han cambiado. Es cierto que gobernar en
las actuales circunstancias es enormemente complejo. Y que quien
reprocha acciones de gobierno que precisan de nuevas inversiones es
quien tiene cerrado el grifo para mejorar la financiación de Catalunya.
El Govern tiene que hacer oídos sordos a una convocatoria electoral
en Catalunya y denunciar ese extraño juego en que por la mañana la
oposición -al menos una gran parte- hace el papel de verdugo y por la
tarde-noche el de víctima.
Y si hay una mayoría alternativa al
independentismo que recurra a la moción de censura, que esas son las
reglas de la democracia. Inés Arrimadas, como jefa de
la oposición, está permanentemente invitada a ello. Pero debe confiar
tan poco en esa posibilidad que su destino, en unas semanas, será el
Congreso de los Diputados.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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