Albert Rivera, el milhombres de la política
española, el político que tuvo la presidencia del Gobierno en la punta
de los dedos hace tan solo 18 meses y el principal catalizador y germen
de la división social en Catalunya ha anunciado este lunes su dimisión irrevocable después de unos resultados electorales que, prácticamente, han borrado a Ciudadanos
del mapa político.
El procés independentista catalán se cobra una nueva
víctima en la política española y desarbola una vez más el centro
derecha. Rivera sigue así los pasos de Mariano Rajoy y tan solo queda en
activo Pedro Sánchez, que tiene por delante un horizonte tremendamente difícil para armar una mayoría estable de gobierno.
Juan Carlos Girauta,
el lugarteniente de Rivera, se va con él y también deja la política.
Paradojas de la vida: a principios de año hizo el cambio de Barcelona
por Toledo argumentando que estaba cansado de vivir en un entorno
independentista. Ocho meses después los toledanos le han enviado a la
papelera de la historia.
Rivera y Girauta o Girauta y Rivera simbolizan mejor que cualquiera
de los otros dirigentes políticos una manera de hacer política basada en
la crispación, el insulto y la descalificación como única arma
dialéctica. Sus esfuerzos por provocar una fractura lingüística y social en Catalunya
han sido importantes y el éxito obtenido no se puede menospreciar.
Primero, porque corrigieron poco a poco el rumbo político del PP y
porque, finalmente, también alejaron al PSC del catalanismo histórico
que había defendido. Así fueron rápidamente un bocado apetecible para
los medios de comunicación españoles que los publicitaron hasta la
saciedad, en ocasiones como si no hubiera otro político capaz de hablar
de Catalunya.
Al final, incluso para los poderosos que le habían aupado
fue un engorro y los naranjas se diluyeron en un vaso de agua.
Ahora sus votantes se han ido a Vox pero también han
acabado en la formación de ultraderecha votantes tradicionales de la
izquierda. Nada diferente a lo que sucede en el resto de Europa. Pero de
Vox ya habrá tiempo para hablar, y hoy, es el gran día de Rivera, que
dispondrá ahora de tiempo suficiente para analizar cómo la soberbia
arruinó una carrera política.
Una actitud que no varió ni en su
despedida, ya que está muy lejos de ser verdad que ha decidido abandonar
la política, cuando la realidad es que la política le ha abandonado a
él.
Algo de autocrítica en su adiós tampoco habría estado mal ya que
cuesta encontrar en las hemerotecas un castañazo semejante. De hecho, en
España no existe con tanta rotundidad. De todas maneras no se puede
quejar: las despedidas siempre suelen ser acarameladas y no recibirá ni
una mínima parte del daño que ha hecho en Catalunya.
(*) Periodista y director de El Nacional
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