Pocas
veces se esperó con tanto interés un mensaje de Navidad del rey de
España. Las circunstancias que vive el país, con tantas crisis abiertas,
lo justificaban. Lo justificaba especialmente la cuestión catalana y
los últimos acontecimientos que hicieron que algunos partidos atribuyan
al presidente del Gobierno una rendición ante el independentismo. Y el
jefe del Estado habló de Catalunya, aunque no la citó por su nombre.
Todos interpretamos que se refería a Catalunya cuando habló de
convivencia, palabra que repitió cinco veces y la consideró “el mayor
patrimonio que tenemos”. Y se refería, sin duda, a Catalunya cuando
proclamó la necesidad de cuidar y reforzar “los profundos vínculos que
nos unen y que siempre nos deben unir”.
Conciliador en la forma, este mensaje no tiene nada que ver
con el del 3 de octubre del 2017, en el que actuó como jefe del Estado
al que sólo faltaba el uniforme de capitán general frente al tsunami
secesionista. Ahora se puso más en rey de todos los españoles, con un
lenguaje buenista, incluso dulzón, y en el que resaltaron siete
conceptos.
Podría ser el sermón real de las siete palabras:
reconciliación, concordia, diálogo, entendimiento, integración,
solidaridad, convivencia. Si esto no está pensado para Catalunya, que
venga Dios y lo vea. Y si esto, incluido el tono, no está más cerca de
la estrategia de Pedro Sánchez que de los truenos del PP y Ciudadanos,
que venga Dios y lo vea también.
Llamativos los párrafos en que habló de los jóvenes, en un
esfuerzo por mostrarse sensible ante sus problemas de empleo, de trabajo
acorde con su formación, de sus salarios, y de sus dificultades para
desarrollar un proyecto de vida. Parecía un discurso dedicado a la
juventud, que fue el otro eje de la intervención. Catalunya, los
jóvenes... ¿Significa algo? A mi juicio, mucho: significa que Felipe VI
ha querido dirigirse al sector poblacional y a la comunidad autónoma
donde la monarquía es menos aceptada y está siendo más cuestionada.
Sumado todo esto, a Felipe VI se le nota la preocupación.
Mira al país desde la Corona y encuentra que “las circunstancias de hoy
no son, ni mucho menos, las más fáciles”. Si un mensaje real es, como
pretende, la transmisión de sus “inquietudes y reflexiones sobre nuestra
democracia”, hemos visto a un Monarca necesitado de serenar el ambiente
y conjurar la división. Incluso hizo una alusión algo desgarrada al
rencor y al resentimiento, que pertenecen a “nuestra peor historia”.
Es como si desde la Zarzuela se percibiera que los grandes
activos consagrados en la Constitución se hubiesen dañado y, de la misma
forma que su padre fue el “motor del cambio”, él se siente en la
obligación de enderezar lo que se ha torcido y de restaurar los valores
que el tiempo ha deteriorado. Sus llamadas a evitar que se malogre la
convivencia o a alejar “el desencanto y el pesimismo” muestran la imagen
de un rey tranquilo, pero inquieto por el panorama que divisa.
No se
hacen tantas llamadas a los consensos cívicos y sociales, incluso a
apoyar a quien cumple con su obligación (¿Pedro Sánchez quizá?) si no
hay profundas razones para hacerlo.
(*) Periodista
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