La revolución catalana está cambiándolo
todo, empezando por el propio concepto de revolución. La independencia
de Catalunya es un proyecto colectivo que suscriben más de dos millones
de electores, según el último recuento fidedigno de las elecciones de 21
de diciembre de 2017. Los resultados fueron, y son, de mayoría
independentista en el Parlament, que es sede de la soberanía
popular, órgano legislativo y donde se toman las decisiones de gobierno.
Mayoría independentista que el nacionalismo español no acepta,
asegurando que no es mayoría social (como si eso fuera relevante en un
sistema parlamentario), pero no permitiendo tampoco que se celebre un
referéndum, que sería una forma razonable de salir de dudas o de que los
nacionalistas españoles salieran de dudas, porque los demás no las
tenemos.
Y,
como no acepta el resultado de las últimas elecciones, ese nacionalismo
español (el gobierno de antes, el de ahora, el Parlamento, los
partidos, los tribunales, los medios) recurre a todo tipo de trucos para
obstaculizar su realización. Ha recurrido decisiones del Parlament,
inhabilitado diputados, obstaculizado medidas, prohibido delegaciones.
Dice tener una actitud dialogante y buscar propuestas políticas para el
entendimiento, pero no ha puesto en práctica nada de lo dicho.
Además
de en el terreno de las mayorías/minorías, o sea, el colectivo, la
revolución catalana tiene un elemento componente fuertemente individual.
Incorpora actitudes personales y proyectos de vida que se entrelazan
con la acción colectiva. Su método radicalmente pacífico la afinca en el
terreno del humanismo y el humanismo es, ante todo, la prioridad del
individuo, de la dignidad del ser humano en la tradición de Pico della
Mirandola. No sería ella misma la revolución si, centrada en el logro
colectivo, olvidara este aspecto de la centralidad de la persona.
La
huelga de hambre de los cuatro presos políticos no es una decisión
colectiva, orgánica o de partido (por más que los cuatro tengan notable
coincidencia política en el independentismo conservador), sino sendas
decisiones personales, individuales. Tienen por tanto el valor y la
dignidad de los actos individuales.
He leído unas declaraciones desafortunadas de Joan Tarda, afirmando que las huelgas de hambre no son necesarias. Saltan
docenas de preguntas: necesarias ¿para qué? ¿Para un proyecto
colectivo? ¿Quién lo decide? ¿Quién decide qué es necesario en un
proyecto colectivo en el que se integran tantas y variadas relaciones?
¿Qué quiere decir necesario? ¿Obligado, contrario a la libertad?
No
merece la pena contestarlas. Esas declaraciones jamás debieron hacerse.
Pero, pues están hechas, merece la pena recordar que la huelga de
hambre es un decisión personal de tremenda trascendencia. Impresiona
saber que hay gente capaz de jugarse la libertad por sus ideas. Impone
respeto saber que la hay capaz de jugarse también la vida. Considerar
que esa decisión no es necesaria equivale a ignorar en qué consiste la
dignidad de las personas, capaces de convertir la necesidad en
libertad..
Este
gobierno ya ha superado al anterior en ineptitud. Lleva dos semanas
tratando la huelga de hambre como un asunto de importancia menor, de
sección penitenciaria porque, como siempre, no sabe nada del problema
que encara. Como se apresta a hacer lo mismo en el futuro inmediato,
cabe ir avisándole: en el plazo de diez días, aproximadamente, o el que
decidan los médicos se planteará la cuestión de si se procede a la
alimentación forzosa o no de los huelguistas.
Esa
será una decisión que habrán de tomar los gobernantes, los que han
traído al país a esta situación agónica. Y no podrán escudarse tras
decisiones judiciales o informes médicos. Son los gobernantes quienes
tienen que decidir entre la vida y/o muerte o salud de unas personas
dignas, injustamente encarceladas y dispuestas a jugárselo todo por sus
ideas políticas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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