Si a Pedro Sánchez,
antes de resucitar de entre los muertos, se le hubiera ocurrido
postrarse ante los independentistas con la solícita prodigalidad que
está exhibiendo estos días, hace tiempo que los suyos le hubieran
mandado a hacer gárgaras. Lo más parecido a lo que estamos viviendo es
lo que ocurrió durante la frustrada investidura de hace dos años.
Al
candidato socialista se le cruzó por la cabeza la tentación de pedir el apoyo de los separatistas para entrar en La Moncloa y el Comité Federal de su partido
le frenó en seco. En el salón de actos de Ferraz 70 aun quedan las
marcas de las líneas rojas que pintaron los barones socialistas en
aquella agitada sesión de exorcismo.
Luego, ya en su segunda vida
como secretario general del PSOE, Sánchez pareció haber entendido el
obstinado mensaje que le enviaban las encuestas, progresivamente
agoreras, y dejó de coquetear con los sediciosos. Muchos votantes estaban yéndose a Ciudadanos por culpa de la tibieza de su discurso en materia nacional.
Más tarde, cuando hizo causa común con Rajoy a la hora de aplicar el
artículo 155 muchos creimos que sus veleidades plurinacionales habían
quedado definitivamente atrás. Pero estábamos equivocados.
Ahora, con el partido maniatado tras las primarias de la resurrección, Sánchez ha aprovechado la conjunción astral de la moción de censura
y ha consumado el pacto de Gobierno que le fue vetado por los suyos en marzo de 2016. La única diferencia es que ya no hay nadie a su alrededor que pueda pararle los pies.
Eso es lo peor de todo. No solo estamos en manos de un iluminado, sino
de un iluminado fuera de control que se cree capaz, gracias a sus
habilidades hipnóticas de cobra danzarina, de apear del burro de la
autodeterminación y la unilateralidad al independentismo rampante.
Su única obsesión es que le salga bien la entrevista con Torra del día 9 de julio. Necesita que el presidente catalán le otorgue las credenciales de político dialogante que le negó a Rajoy.
Y para conseguirlo, todo vale. Da igual, por ejemplo, que Torra imponga
un boicot al Rey en toda Cataluña. Si hay que hacer un vomitivo
ejercicio de equidistancia entre el President boicoteador y el Jefe del
Estado boicoteado, se hace. Entre la defensa de los símbolos del Estado o
el buen rollo con quienes los vituperan, no hay color. El jueves volvió
a demostrarlo.
El Rey, para escarnio de la dignidad de todos los españoles, tuvo que presidir el acto de entrega de los premios princesa de Girona en un recinto privado porque las instituciones autonómicas se
negaron a facilitarle un espacio público. La alcaldesa se negó a
asistir. Los CDR rodearon la zona y quemaron fotos de Felipe VI.
Y El Gobierno, en un gesto de gran arrojo, solo contrarrestó la soledad
del Rey con la compañía del ministro astronauta. Algún genio debió
pensar que con un Duque era suficiente.
Para más inri, durante las horas previas, Torra había cargado contra España en un festival de música folk en Washington: «Estado opresor», «presos políticos» y «conductas liberticidas».
La monserga de siempre. El embajador Morenés le puso en su sitio ante
el griterío histérico de la claque separatista, que se levantó de sus
asientos y se fue. Esa misma noche, el president le pidió a Sánchez, a
través de la prensa, qué dijera cuál de los dos discursos le parecía más
razonable.
Sánchez respondió: «No vamos a buscar para nada la
confrontación con el Gobierno de Cataluña» y a continuación, ni corto ni
perezoso, puso en marcha el mecanismo para acercar a los presos
independentistas a cárceles catalanas. Más claro, el agua. El pobre
incauto cree que el independentismo ha puesto precio a su
claudicación y en esta política de postración mendicante está dispuesto a
someterse si Torra se lo pide. Bueno, pues pincho de tortilla y caña a
quien se lo pide. No importaría mucho si el honor fuera solo suyo. El
problema es que también representa al de los demás.
(*) Periodista
https://www.abc.es/espana/abci-iluminado-201806300629_noticia_amp.html
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