Primero pasó en Bruselas, después en Copenhague y ahora ha pasado en
Ginebra. Después de todo el ambientazo patriótico de las últimas horas y
en medio del éxtasis colectivo por la letra de Marta Sánchez para el himno español se enlató en el relato mediático el nuevo capítulo de la batalla contra el independentismo: la detención y extradición de la exdiputada de la CUP Anna Gabriel
residente en el país helvético desde hace unas semanas.
¡Qué caramba! ¿Qué tribunal europeo no se va a creer que la acusación
por sedición y rebelión formulada por el juez Pablo Llarena no está
absolutamente documentada? Lo decían muy ampliamente todas las tertulias
de medios de comunicación españoles del martes y así lo afirmaba, por
ejemplo, el editorial del ABC de este
miércoles: "España está obligada a solicitar su entrega, por más que
ella trate de engañar a las autoridades helvéticas solicitando un asilo
político inadmisible".
Lo sostenía horas más tarde el ministro de Justicia, Rafael Catalá,
en los pasillos del Congreso de los Diputados: "No veo motivos para que
Suiza no conceda la extradición". Y remataba la faena la Fiscalía del
Tribunal Supremo a media mañana solicitando al magistrado Pablo Llarena
que dictara una orden de detención provisional y procediera
posteriormente a la orden de búsqueda y captura internacional, como paso
previo a la extradición ante las autoridades competentes.
Tan solo
faltaba la decisión del juez del Tribunal Supremo... que no llegó. Y se
contentó con pedir una orden de detención doméstica y
que, por tanto, solo tiene consecuencias si regresa a España. El globo
se había deshinchado en cuestión de horas y Anna Gabriel goza, por
ahora, de una situación similar a la de los exiliados residentes en
Bruselas. Con un inconveniente para el Estado español: el perímetro de
países a los que pueden viajar ya no solo incluye Bélgica y Dinamarca
sino también Suiza.
Aunque los movimientos en el mundo de la justicia distan mucho de ser
los que se producen, por ejemplo, en el mundo de la política, y todo
tiene que ser tratado con una cautela superior, vale la pena destacar
dos cosas: en primer lugar, el castillo de naipes consistente en la
solidez de la causa del referéndum del 1 de octubre y
en las acusaciones múltiples a todos los acusados de los delitos de
rebelión, sedición, malversación y desobediencia tiende a desmontarse en
todos los casos excepto en el último.
De ahí, que el Supremo, por
ahora, apunte los objetivos pero se guarde mucho de salir de las
fronteras españolas a la hora de pedir medidas judiciales especiales.
Por otro lado, la política de propagación del conflicto catalán y la
vulneración de derechos fundamentales de los encausados, cuatro de ellos
en prisión, gana dimensión internacional. No es buena noticia para las
autoridades españolas preocupadas porque el conflicto no sobrepase los
Pirineos.
Y en estos momentos, lo que sucede es lo contrario. Se abren nuevos
frentes y se percibe una cierta inmovilización a la hora de tramitar
medidas judiciales drásticas en otros países. Más allá de la propaganda,
no parece hoy por hoy un escenario muy halagüeño.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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