A menudo nos falta perspectiva para entender lo que está
pasando. Lo que ocurre no sólo tiene que ver con lo que sucede, sino
también con cómo nos ven desde fuera. Sobre todo en un mundo globalizado
y con información instantánea. Basta con coger el móvil y buscar las
webs de los grandes diarios para darse cuenta de que lo que nos parecía
un momento único, el planeta lo percibe como una insignificancia.
Y, al
revés, instantes que nos parecen personalmente irrelevantes pueden ser
contemplados por los demás con una emotiva carga épica. Hay noticias que
son trending topic cuyos protagonistas nunca pensaron que lo serían. Y
también se da el caso de que escenas grandilocuentes son percibidas con
desprecio. Ayer el mundo pasó de mirar el Palau de la Generalitat con
interés a observarlo con perplejidad. Mal asunto cuando la prensa nos ve
como una inexplicable rareza.
Carles Puigdemont, 130.º presidente de la Generalitat de
Catalunya, se levantó dispuesto a convocar elecciones para frenar el
artículo 155 de la Constitución que hoy se aprobará en el Senado y por
la tarde dijo todo lo contrario, dejando en manos del Parlament la
declaración o no de la independencia. Extraña renuncia que nadie ha
sabido explicar, como igualmente resulta inexplicable por qué se echó
atrás en su decisión primera. Nadie entendió nada, ni siquiera el
Gobierno de Madrid, que estaba dispuesto a dejar sin efecto el
envenenado artículo contra el autogobierno.
Pero aún quedó más perplejo
el lehendakari Iñigo Urkullu, que medió para reconducir la situación y,
cuando parecía que su gestión había surtido efecto, todo se vino abajo.
El presidente vasco no estuvo cariñoso con su colega catalán cuando
comentó a sus colaboradores el fracaso de su mediación. Como tampoco la
prensa internacional, que en tres semanas ha pasado de ver con simpatía
el movimiento soberanista a considerarlo una causa perdida.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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