Aristóteles distinguió cuatro tipos de causa.
“Eficiente”: el principio del cambio. “Material”: aquello de lo cual
algo surge. “Formal”: la idea del cambio. Y “Final”: el objetivo de
este. Pues bien, en el proceso catalán de los últimos años –el
movimiento político hacia la independencia de Catalunya– concurren las
cuatro causas.
Nada se produce en política por nada. La misma defensa de
la Constitución española es otro proceso con sus causas. Igual que los
partidarios de reformar la Constitución y su proceso federalizante. No
hay hecho político que se precie que no muestre las cuatro causas de que
trató Aristóteles. Y mira que ha llovido.
No vamos a recordar aquí qué ha llevado a la mitad de la
ciudadanía catalana a querer un referéndum de autodeterminación. Sólo
escrutaremos un poco su lógica. Que no es una, sino tres, y en cada una
de las cuales hay signos de dichas cuatro causas. La lógica inicial y
más arraigada del proceso catalán es la soberanista. “Som una nació”, y
por hechos atribuibles al centralismo español, se quiere ser también un
Estado.
La segunda lógica apela, por los mismos motivos, a la autonomía
personal y los derechos humanos. Es la lógica decisionista, la del
dret a decidir como principio moral por encima del nacional. Una vía, a
diferencia de la anterior, más individualista que comunitarista. Y la
tercera lógica es la pragmatista, la de “Espanya ja no ens serveix”, la
que reclama un marco político eficaz para el desarrollo. Esta, a
diferencia de la primera, se aviene bien con la globalización.
Estas tres lógicas son como tres ríos de fuentes distintas
(identidad, dignidad, eficiencia) que confluyen en un mismo mar: “Volem
votar”. Vías tan legítimas como la de mantenerse dentro de la
Constitución, que además es la vía legal. O como la vía de reformar
aquella en sentido federal.
Las vías del proceso catalán desembocan hoy,
en cambio, en la ilegalidad, cosa grave y a evitar en democracia.
Aunque si tuvieran más partidarios, o un claro reconocimiento
democrático, tendrían fuerza suficiente para pasar a la legalidad. Y no
hay peor ciego que el que no quiere ver.
No existe, mientras, un choque entre la ley y la
democracia. O entre la legalidad y la legitimidad. Sino entre dos
legitimidades democráticas, o sea, entre dos culturas políticas en
disputa por la democracia. Aquí está lo serio del asunto y lo que
requiere de la política grandes dosis, a partes iguales, de realismo y
visión.
(*) Catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona
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