Carlos Puigdemont, Oriol Junqueras, el pobre Arturo Mas y sus cómplices, a la vez que cometen delito de sedición preparando abiertamente un golpe de Estado, se mofan del Rey Felipe VI; se cachondean de Mariano Rajoy y de Soraya Sáenz de Santamaría; se pitorrean del Tribunal Constitucional y del Consejo de Estado; se pasan por el arco del triunfo a Cristóbal Montoro;
hacen cuchufletas a los empresarios; se befan de las asociaciones de
jueces; escarnecen a los catalanes que no piensan como ellos; se ríen en
las barbas de los partidos constitucionalistas y se dedican en sus
mítines a la guasa, la candonga, el ultraje, la chunga y la chirigota.
No recuerdo precedentes históricos de semejante vejación a un Estado de Derecho.
La opinión pública está atónita. ¿Hasta dónde se va a llegar, hasta
dónde se va a consentir? Por fortuna, el buen sentido de los más ha
eliminado temporalmente las críticas a Mariano Rajoy y se ha producido
la unión de la inmensa mayoría de los que defienden la Constitución para
combatir el órdago secesionista catalán y la convocatoria fuera de la
ley de un absurdo referéndum sin la menor garantía democrática, al
estilo del viejo estalinismo, del cinismo castrista o del regodeo
chavista. La radicalidad totalitaria alienta bajo toda esta operación
del soberanismo catalán que pretende fracturar 500 años de historia
unida, a través del voto ilegal de unos pocos que intentan maquillar un golpe de Estado puro y duro.
El
presidente del Gobierno está actuando con moderación y con firmeza, si
bien son muchos los que, apoyándole, esperan ya mayor contundencia. El
Gobierno está cargado de razón. A nadie le extrañaría a estas alturas que aplicara el artículo 155 de la Constitución.
Carlos Puigdemont, Oriol Junqueras y el pobre Arturo Mas han cruzado
todas las rayas y se mueven en la chulería política, en la permanente
agresividad y el taimado insulto. Los tres se consideran impunes.
Y no
se trata de responderles solo con la inhabilitación y las multas.
Siempre amparados en la ley, habrá que suspender parcialmente la
autonomía de la Comunidad catalana y poner a disposición de la Justicia
a los presuntos delincuentes. Sectores muy sólidos de la
opinión pública esperan que los jueces dicten sentencias ejemplares y
que los sediciosos y los golpistas, se sienten, coño, durante largos
años en sus celdas de la cárcel. Así ocurrió con los responsables del
intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
No se debe perder el sentido de la proporcionalidad. Carlos Puigdemont, Oriol Junqueras, el pobre Arturo Mas y sus cómplices no pueden escaparse de rositas con inhabilitaciones inoperantes y multas que se pagan por suscripción colectiva o pública.
Corresponde a los jueces pronunciarse sobre sus presuntos delitos y
sentenciar a los sediciosos y golpistas con las penas de cárcel
establecidas por la ley en nuestro Estado de Derecho.
El
pueblo español, en fin, asiste atónito al diario espectáculo,
magnificado por los canales de televisión, de la burla a las
instituciones estatales por parte de un sector de la clase política
catalana, cercada, ya antes del órdago secesionista, por la corrupción, las mordidas y los desmesurados enriquecimientos.
(*) Periodista y miembro de la Real Academia Española
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