Cuando salta a la tribuna, su bancada le recibe al grito de “¡Vamos, Rafa!”, como si estuviera en Wimbledon.
Nadie espera de él sutilezas, fino estilismo, prosa gongorina o
floridos argumentos. De él se espera otra cosa. Dar mamporros. Es el
orador escoba, el último en saltar a la palestra. La postrera voz que
clama en la tribuna. Ese es su cometido. El del diputado jabalí, que decía Ortega. Ni payaso, ni tenor. Jabalí. Ahora le dirían “destroyer”.
Recita
enormidades sin pestañear, sacude trompadas sin titubeos, arrea estopa
sin alterarse. Enuncia verdades como puños e incurre en hipérboles
excesivas. Es su papel. De ahí que suele despertar animadversión,
rechazo, antipatía y, en algunos espíritus sensibles, hasta repugnancia.
A su parroquia, le encanta. Ejerce el papel de orador justiciero. Va
tomando nota sobre todo aquello que se ha escupido contra su grupo, su
partido, sus colores y luego, dosifica las bofetadas. Según sea la
intensidad del agravio recibido, así es la agresividad de su respuesta.
“Todas las cosas excelentes son tan difíciles como raras”, explicaba Spinoza.
Nadie le va a exigir excelencia a Rafael Hernando. Tan sólo, que cumpla
su papel. A su manera. De una vehemente estridencia. Insulta menos de
lo que le atribuyen. Menos que buena parte de quienes le sepultan con
sus reproches. Nuestro Parlamento, desde luego, no es el británico,
donde se llegó al acuerdo de desterrar afrentas como adornar a un
miembro de la Cámara con adornos de “cobarde” o “traidor”.
Incurren sus
señorías, entonces, en el eufemismo isabelino y hablan de que tal
diputado “adolece de fatiga inusual” por no
llamarle borracho. Hernando no suele insultar, pero toca donde duele.
No desliza suavemente sus argumentos sobre su objetivo sino que se los
restriega con una lija del 90, si es que la hubiere. Nada de
contemplaciones para quien no te respeta, es una de sus normas. A vez
pisa el acelerador en lugar del freno e incurre en inadmisibles
enormidades, como cuando intentó golpear a un esquivo Rubalcaba.
La mujeres sumisas de Ana Oramas
Quizás tanta vehemencia, tanta brocha gorda resulte menos eficaz que el fino estilete. La breve intervención de Ana Oramas contra Pablo Iglesias, su machismo y sus “mujeres sumisas” produjo mayor efecto que todo el discurso de Hernando al cierre de la moción de censura.
El jefe del grupo popular hizo, eso sí, saltar chispas con su referencia a la nítida ‘relación’ entre dos diputados. Uno de los aludidos tiene, por cierto, un frondoso prontuario en youtube con menciones, nada amables, contra Ana Botella
como ‘esposa de’, por todos los platós de televisión. Quizás en nuestro
Parlamento se pueda llamar “traidor” a un diputado, y “ladrón” y
“facha”, que se puede, pero es inadmisible referirse a una determinada
“relación”. Es tabú. Hernando pidió perdón, sin pensar quizás en que
“quien se arrepiente de una acción es doblemente perverso”, según
explicaba Locke.
El Congreso no es la Utopía de Tomás Moro,
donde el oro se usaba tan sólo para fabricar orinales o cadenas para
presos y con los diamantes se hacían juguetes para niños. En sus
bancadas se sientan especímenes muy singulares. Como una María Baitialarrangoitia, quien en campaña electoral pidió “un chaparrón de aplausos” para los criminales que volaron la T-4. Fue inhabilitada y ahora, ahí está, sentadita en su escaño. Y ni un reproche.
Hernando es duro, implacable, impertinente y, como al personaje de Onetti,
le estorban los pretextos. Detesta el énfasis, primo hermano de la
hipocresía. Ahora que el cielo del Congreso se ha vuelto negro como un
rencor insuperable, cuando sube al atril, los diputados de su grupo,
salpicado de tristes y pusilánimes, enderezan la espalda, afilan el oído
y se frotan las manos. Hernando va a decir todo lo que ellos callan y
les encantaría gritar. Por eso, entonces, estallan en un clamor
incontenible: “¡Vamos Rafa!”.
(*) Periodista
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