La
elocución de Enmanuel Macron, pronunciada junto al presidente
Rajoy en el reciente encuentro entre los dos en París, fue breve,
concreta y eficaz: “Conozco un socio y amigo que es España en su
conjunto y toda entera”. El joven presidente quería dar a entender
que un contencioso catalán que gira en torno al pretendido
derecho de autodeterminación de Cataluña, que se
materializaría el próximo 1 de octubre en referéndum, no puede
afectar ni incidir sobre las relaciones de Francia con España, ni
Francia va a tomar postura alguna ante un asunto español, ya que este
es, estrictamente, de orden constitucional interno. Cataluña no
es un problema francés, y por extensión tampoco europeo.
Esta
toma de postura es congruente con un sistema de estados que se basa en
el riguroso respeto a la soberanía de las naciones, o con mayor
precisión jurídica, la soberanía de los estados. Porque la palabra
‘estado’ es de contenido semántico neto, claro, exacto: es estado aquel
ente (generalmente naciones, pero no siempre) que es reconocido por los
otros estados. Se trata de una acreditación mutua, un otorgamiento de
trato exclusivo y privilegiado que los sujetos del orden internacional
se dan entre sí.
Y aunque ese otorgamiento posiblemente sea discriminatorio con
respecto a algunos aspirantes a la condición de estado, la experiencia
histórica de cada región del mundo ha demostrado que esa convención es
la mejor alternativa a una situación de guerra continua, causada por
disputas dinásticas, territoriales, imperiales, entre naciones, etc. Los
modernos estados de España y Francia (además de muchos otros en Europa)
abrazan, por tanto, una práctica consuetudinaria que ha demostrado ser
la más útil y pacífica forma de convivencia, la cual les alejó en su
día, de modo seguramente definitivo, del riesgo de recaer en los
seculares choques y enfrentamiento que precedieron a su formación como
estados modernos.
A esa transparencia semántica del concepto de ‘estado’ se contrapone
la ambigua palabra ‘nación’. El problema con este último concepto es la
profusión de definiciones e interpretaciones a que se presta, cada una
de ellas cargadas de emotividad y subjetividad. Véase, por ejemplo, el
intento del nuevo secretario general del partido socialista, Pedro
Sánchez, de escamotear detrás de palabras que exaltan la discutida
conciencia nacional catalana, su convicción de que Cataluña no puede
constituirse en un nuevo Estado.
Sánchez hablaba en la clausura del congreso nacional del partido
socialista, el domingo 18 de junio, un día después de que la asamblea
aprobase la moción de que “España es una nación de naciones con una
única soberanía”.
Sánchez dijo: “El catalanismo… es un sentimiento cívico, transversal,
el amor por la tierra, la cultura y la lengua catalana y, lejos de dar
la espalda a su realidad española, se abraza a ella, se implica, se
compromete junto a millones de compatriotas españoles en la
transformación y la modernización de España”.
En fin, unas ideas ya
desechadas por los independentistas, pero que se sintetizan en la noción
socialista de Cataluña como ‘nación cultural’, la cual había dado pie a
Sánchez, en el transcurso de las primarias del congreso, para relanzar
repetidamente la idea de la supuesta “plurinacionalidad de España”, o
la de que “España es una nación de naciones”.
Este último concepto tuvo su momento de brillo (temporal, por otro lado)
en los debates previos al proyecto de constitución, aprobado en 1978.
Lo apadrinaron Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces-Barba y otros,
mientras otros constitucionalistas refutaban el concepto comparándolo
con la metafísicamente imposible idea de que existiese un “Dios de
Dioses”.
Y aunque el derecho de autodeterminación de aquellas regiones
españolas que a la vez se consideraban naciones culturales figuró en los
programas del PSOE (1974, Suresnes) y del partido comunista (1975), el
imperativo de prepararse rápidamente para la desaparición de Franco y,
poco más tarde, el de aprovechar la oportunidad histórica de influir en
el proyecto de constitución española y en el modelo de convivencia a
ella inherente, hizo que esa pretensión fuera rebajada a la condición de
mito ya extinguido, que había sido útil como consigna de unión entre
los republicanos y nacionalistas exiliados y la oposición interior al
régimen, pero que ‘ahora’ debía quedar subsumido en la noción
constitucional de que España está compuesta por un conjunto de
nacionalidades y regiones, como estructura territorial de la democracia
española.
Así que, con Sánchez, vuelta a empezar, mientras los
independentistas, una vez más, se empeñan en chocar con la realidad del
sistema internacional, desaprovechando las oportunidades que les serían
ofrecidas, a ellos y a España si, paradójicamente, siguiesen las
recomendaciones expresadas por Sánchez en su discurso de clausura del
congreso: crear “un espacio de encuentro tan amplio como mayoritario a
ambos lados del Ebro”. Un espacio, añadió, “que defienda la idea de que
España es un proyecto compartido y favorable al fortalecimiento del
autogobierno catalán y al reconocimiento de su identidad nacional”.
Oferta que, como Sánchez sabe, no es lo que se pretende votar el 1
de octubre próximo, aunque no ha dicho nada sobre lo que hasta entonces
harán él y su partido.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario