Este artículo no podría publicarse en ninguno de los diarios nacionales
cuyos presidentes le deben la supervivencia. Tampoco encontrará eco
alguno en las televisiones que llevan años forrándose gracias a su
patronazgo. Y en el PP o en los despachos gubernamentales circulará, a
hurtadillas y entre cuchicheos, para eludir la delación de sus hechuras.
Pero ya es hora de decir bien alto que el ridículo internacional que
acaba de hacer España, al tener que retirar la orden europea de busca y
captura contra Puigdemont, es la culminación del naufragio político al
que nos han arrastrado la incompetencia y el despotismo de Soraya Sáenz
de Santamaría.
Vaya por delante que el juez Llarena ha hecho una
inteligente operación de control de daños, al renunciar a la extradición
solicitada a Bélgica. El riesgo de que el tribunal de Bruselas
condicionara la entrega de Puigdemont a la restricción de los delitos
por los que podría ser juzgado era demasiado alto y sus consecuencias
sobre el conjunto de la causa por la Declaración Unilateral de
Independencia de Cataluña, demasiado graves.
Bien hecho, pues. Tanto el auto denegando la libertad de Junqueras, Forn y los Jordis,
sobre la base del riesgo de la reiteración delictiva, acentuada por la
condición de candidatos de algunos de ellos, como esta retirada
estratégica demuestran que el instructor del Supremo tiene una cabeza
muy bien amueblada en términos jurídicos y puramente lógicos.
Y esta
miel cubre ya unas cuantas hojuelas porque la competencia y el coraje de
los jueces y fiscales –Lamela, Armas, Ramírez, Maza, Madrigal, Bañeres,
Magaldi…- que están persiguiendo los delitos de los separatistas son,
junto a la movilización de la sociedad civil, la única buena noticia, de
estos meses aciagos, para la España constitucional.
El que el proceso por rebelión y sedición contra Puigdemont y sus consellers
esté en buenas manos no atenúa, sin embargo, el bochorno que produce
que Llarena se haya visto abocado a esa opción por el camino del mal
menor. Para mantener viva la posibilidad de castigarles algún día, como
merecen, el Estado ha tenido que renunciar a perseguir fuera de sus
fronteras a los autores de una intentona golpista destinada a subvertir
la legalidad y desmembrar la Nación. Eso es una catástrofe tanto para el
prestigio de España, como para la autoestima de los españoles.
Implica nada menos que la libre circulación de
movimientos por el mundo entero de quienes, tras pilotar las distintas
fases de una rebelión institucional televisada en directo, burlaron la
acción de la justicia por el simple procedimiento de cruzar sin
oposición alguna la frontera. Y, lo que es más grave aún, implica tener
que enmudecer ante las bravatas triunfalistas de Puigdemont y sus
abogados, en el sentido de que la Justicia belga iba a darles la razón,
reduciendo a meros actos políticos que deben dirimirse por métodos
políticos, lo que a nuestros ojos -como a los de tantas otras
legislaciones democráticas- son gravísimos delitos, merecedores de
fulminante sanción penal.
¿Cómo es posible que un viernes por la tarde pueda
consumarse un golpe de Estado como el que supuso la DUI y el lunes por
la mañana, cuando el Fiscal General se disponía a presentar la
pertinente querella, los golpistas amanezcan en Bruselas? Imagínense que
el 23-F hubiera ocurrido eso con Armada o con Milans. Por supuesto que
Maza, bueno era él, se habría adelantado tramitando la querella ipso
facto y ordenando la detención inmediata de los miembros del Govern, si
hubiera sido advertido por el Ejecutivo de esa eventualidad.
Pero, para
ello, habría sido preciso que quien tenía o debía haber tenido los
pertinentes informes de los Servicios de Inteligencia, o sea, la
vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, hubiera previsto y compartido
ese escenario con los ministros de Justicia e Interior, con la
antelación suficiente, o, al menos, hubiera tenido bastantes reflejos
para alertarles y movilizarles in extremis. ¿No lo hizo porque estaba en
babia o porque Catalá y Zoido no son lo suficientemente sorayos como para compartir con ellos sus dosieres y sus cuitas?
Sólo la atrofia de nuestra sensibilidad democrática,
estimulada por la rendición de los principales medios -empezando por
aquellos que parecen más farrucos- al pesebre monclovita que gestionan
sus comisarios políticos, explica que la retirada de la euroorden no
haya ido acompañada por la destitución del general Sanz Roldán como
director del CNI y/o por la dimisión de Sáenz de Santamaría como
vicepresidenta del Gobierno.
¿Es que no se enteraron de que Puigdemont estaba
preparando su huida a Bélgica, a través de abogados cuya pasada
trayectoria debería mantenerles de por vida en el punto de mira de
cualquier servicio de inteligencia? ¿Es que, durante los varios años que
ha durado su encargo prioritario de analizar y preparar respuestas para
"todos los escenarios" hacia los que podía derivar el problema catalán,
no contemplaron este? ¿Es que desconocían los resquicios de la
Euroorden? ¿Es que se han enterado ahora de cómo funciona la política en
Bélgica, de cuáles son sus leyes y cuál la práctica de sus tribunales?
¿Es que no sabían que Puigdemont vivía en Girona? ¿Es que no sabían que
Girona está bien cerquita de la frontera? ¿Es que no sabían que existen
vehículos de motor que en poco tiempo pueden recorrer grandes
distancias? ¿Es que no sabían que hay unas instalaciones llamadas
aeropuertos desde las que despegan aviones?
Sólo esta reducción al absurdo explica lo absurdo de que los hechos
hayan sido estos, lo absurdo de que no hayan rodado cabezas y lo absurdo
de que nadie las pida tan siquiera. Máxime cuando llueve sobre mojado,
porque desde que Rajoy convirtió a Soraya en virreina plenipotenciaria
para Cataluña, todas y cada una de las fases de su actuación se han
saldado con fracasos tan estrepitosos como para que alguien con mayor
sentido del pudor se hubiera quitado ya de en medio.
***
Ahí está la Operación Diálogo,
ahorcada en el cable del viejo funicular del Tibidabo. ¿Para qué tanto
despacho? ¿De qué sirvieron tantas idas y venidas, tantos encuentros
secretos, tanto mirar para otro lado, tanto buscar intermediarios, tanta
confianza en Junqueras y su equipo? Sólo para poner la otra mejilla
ante cada bofetada a la legalidad y terminar enviando a Rajoy y al rey
Felipe al insultódromo de la manifestación posterior a la masacre
islamista de las Ramblas.
Ahí está luego la calamitosa gestión de la jornada
del 1-O, con sus palos de ciego por doquier, entre la ardiente oscuridad
de la falta de información sobre los planes de los golpistas, la
ubicación de las urnas o la verdadera disposición de los Mossos y el
pueril negacionismo que, en medio del bochorno internacional, se
extendió hasta el mensaje del Rey del martes por la noche. A los propios
ministros, ajenos como siempre al dispositivo coordinado por la
vicepresidenta, se les caía la cara de vergüenza al comprobar hasta
dónde alcanzaba el destrozo. Una de las grandes agencias de calificación
de riesgos llegó a preguntar formalmente a uno de ellos si España se
precipitaba hacia una nueva guerra civil.
Y aquí está ahora la más inapropiada, inconveniente
y disparatada convocatoria electoral que imaginarse pueda, fruto de la
precipitación y el miedo. Como acaba de declarar a El Español, casi al
borde del llanto, un compungido García Albiol, lo suyo era “un 155 de un
año o año y medio”, no sólo para “corregir las desviaciones”
calcificadas en competencias clave de la Generalitat, sino para haber
dado tiempo a que la Justicia persiguiera, juzgara y condenara a los
golpistas del 1-O y la DUI, trazando la línea infranqueable de las penas
de inhabilitación que les hubiera impedido ser candidatos.
El presidente de la Sala Segunda ha explicado, a
quien ha querido oírle, que el Supremo estaba en condiciones de culminar
su trabajo en la mitad de ese plazo máximo. Y que no se invoque la
coartada de la exigencia de PSOE y Ciudadanos, pues ambos partidos
habían dado ya por bueno el lapso de seis meses para la convocatoria y
por lo tanto de ocho para poner las urnas. Habríamos tenido elecciones
el curso que viene y con los deberes políticos y penales hechos.
No, lo que ha sucedido es que de la misma manera
que, a la hora de la verdad, resultó que Soraya no tenía plan alguno ni
para impedir el choque de trenes ni para afrontarlo, tampoco tenía plan
alguno para despejar la vía tras el achatarramiento. La nominalmente
presidenta en funciones de la Generalitat no era siquiera capaz de poner
en marcha una administración autonómica interina, al modo en que lo
hizo la Segunda República tras aquel otro octubre del 34. No tenía un
diseño burocrático, ni una hoja de ruta política, ni una estrategia de
comunicación. Nada de nada.
Eso fue lo que empujó a Rajoy a improvisar esta
convocatoria electoral exprés, a modo de ocurrencia de última hora. Digo
“improvisar”, digo “ocurrencia” y digo “última hora”, porque si no
hubiera sido así, ¿a santo de qué se habría incluido entre las medidas
aprobadas por el Senado una detallada distinción entre aquellas materias
sobre las que el Parlament iba a poder seguir legislando y aquellas en
las que le estaría vedado hacerlo? Fue la limitación de competencias más
efímera de la historia. El Gobierno nunca se habría metido en ese
berenjenal si hubiera tenido previsto disolver la cámara autonómica en
cuestión de horas.
Puede alegarse, con mucha razón, que todos estos
derrapes de conductora ebria tienen un responsable final en la persona
de Rajoy y, a menos que se produzca el milagro de una mayoría
constitucional que, de momento, ningún sondeo ni remotamente huele, será
a Rajoy a quien estemos esperando, después de Navidad, con el “segundo
sobre” en ristre. Pero, por debajo de sus decisiones, hay una
responsabilidad ejecutiva nítidamente delimitada: Cataluña era coto
exclusivo de Soraya, al menos desde los tiempos en que se apartó a
Gallardón de la gestión política del problema.
Es decir, que la responsable directa de que
Puigdemont pudiera convocar el 1-O, celebrar el 1-O, escaparse tras el
1-O y poder moverse libremente tras el 1-O, es Soraya. A la que hay que
pedir, de momento, cuentas de que Puigdemont pueda entregarse o no,
según le convenga como argucia de final de campaña, y de que Puigdemont
tenga después la alternativa de jugar la baza del “preso político” o la
del “president en el exilio”, en función de lo que le aconsejen los
resultados del 21-D, es a Soraya.
***
No me extraña que haya sucedido este desastre, pues el abuso de poder y la chapuza suelen engarzarse con frecuencia like the horse and carriage de aquella canción romántica de Sinatra en defensa del matrimonio. Desde que Rajoy, cual Papaíto Piernas Largas de las tiras cómicas del siglo pasado, promocionara a su Annie la Huerfanita al
liderazgo del Grupo Parlamentario Popular en 2008 y a la
vicepresidencia del Gobierno en 2011, Soraya ha disfrutado de un poder
delegado omnímodo.
Cuantos osaban contrarrestarlo, como los llamados
miembros del G-8 que invocaban nada menos que la condición de amigos
personales de Rajoy, eran implacablemente laminados. Los periodistas
serviles, y no digamos los editores traidores que conspiraban para
apuñalar a quienes no eran ni lo uno ni lo otro, se arrastraban como
alfombras a sus pies. Ninguna parcela de poder quedaba fuera de su
alcance, ya se tratara de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos o
del Centro Nacional de Inteligencia.
Si alguien debía debatir en
campaña electoral en sustitución de Rajoy, pese a no ocupar tal rango en
el PP, era ella. Quien ordenaba cuándo tocaba proteger y cuándo
perseguir a un Bárcenas o un Villarejo era ella. Soraya ha decidido
desde las listas de tertulianos que sometía servilmente a su aprobación
el Pascual Criado Leal de RTVE, a los nombramientos en los
órganos constitucionales. Cómo habrá sido la cosa para que hasta su
intrigante jefa de prensa sea hoy un poder fáctico, al que medio Madrid
teme tanto como desprecia.
Soraya o la borrachera del poder sin consistencia.
El suyo es el último ejemplo de cómo se construyen grandes andamiajes
sin nada sólido detrás. A Rajoy no le era fácil encontrar a alguien con
menores convicciones que las suyas, pero tenía chupado dotarla de un
aura de mayor capacidad de trabajo y decisión. La fama y el prestigio se
nutren de la adulación y el miedo, pero cuando llega la prueba de un
fuerte golpe de viento, la fragilidad de todo el tinglado queda al
descubierto.
Eso es lo que ha representado la crisis catalana para Sáenz
de Santamaría. Quién nos iba a decir que aquella muchachita, con aire
timorato, que nos enseñó su pie descalzo en una legendaria portada
dominical, quedaría retratada en su desnudez política cuando sobre sus
múltiples ropajes ceremoniales luciera también el imponente manto de
virreina.
(*) Periodista y editor de El Español