En los veinticuatro años de Gobiernos de
Valcárcel jamás escuché a nadie del PP, y menos al prohombre, definir
su opción ideológica como liberal. El PP era el PP, y en él cabía todo.
Había algunos en la cocina que sí, se decían liberales, pero se sabían
aplicando, a su manera, políticas del Estado del Bienestar, que son más o
menos socialdemócratas.
Por eso, cuando en 2011 llegaron los recortes a
los servicios públicos muchos se asombraron de la existencia misma de
los recortes: ah ¿pero es que un Gobierno de derechas tiene donde
recortar?
Pues sí, y esto es lo que explica que Valcárcel ganara tantas
elecciones sucesivas y cada una de ellas con más votos que en la
anterior. El PP incrementaba los presupuestos de la política social (si
bien para gratificar a sectores cautivos que le hacían el trabajo desde
el exterior), y construía hospitales, colegios e institutos por un tubo.
Todo aquello no parecía exactamente muy liberal, pero resultaba muy
eficaz desde el punto de vista electoral. Claro es que, junto a la
'política socialdemócrata' con que el PP sustituía al PSOE, mantenía el
clientelismo de amiguetes en otros sectores, especialmente los
económicos, pero esto tampoco era muy liberal; más bien se diría que
autocrático.
Al PP, quiero
decir, le ha ido muy bien sin definirse como liberal. Era un cajón de
sastre en que cabía desde el paternalismo democristiano, la tecnocracia
presuntamente apolítica y el ultraconservadurismo soterrado. Pero cuando
todo estalló en mil pedazos para dar lugar al multipardidismo, la nueva
generación que se hizo con el timón del gran partido de la derecha
empezó a titularse liberal. Y esto en un espacio repleto de siglas con
esa etiqueta.
Ciudadanos,
los primeros. Lo suyo era, o eso parecía, un liberalismo actualizado,
digamos europeizado, en que se combinaban las recetas económicas
clásicas del capitalismo sin paliativos con la asunción de todo el
abanico progresista en lo relativo a la modificación de costumbres y a
las libertades públicas individuales al respecto.
Pero inmediatamente
apareció un hermano menor, Vox, que aun reproduciendo la literalidad de
lo que sería un neoliberalismo salvaje en lo económico y social
presentaba una cara ultraconservadora en el capítulo de las libertades,
con el rescate de una moralina subyacente desde Trento.
En ese contexto,
el PP, perdida su exitosa imagen de transversalidad en el espectro de
las derechas, vino a copiar, tras Rajoy, el kit del liberalismo, tal vez
porque los nuevos gestores se mostraban desorientados y observaban que
de un lado y otro, tanto Cs como Vox, les arrebataban un espacio que
hasta entonces los populares no habían sentido la necesidad de señalizar
en lo ideológico.
Y a
resultas de todo esto, ahora tenemos tres partidos que se dicen
liberales, muy sueltos de doctrina, pero cada uno de su padre y de su
madre aunque todos acaben confluyendo en un manual básico muy lejano de
la tradición original de esa corriente política, en esta ocasión
enfocada por todos ellos a los intereses de los grupos de presión más
cercanos, el murcianismo de amiguetes (versión autóctona del
emprendedurismo económico), y a todas las versiones del folclorismo que
aspira a modificar las tradiciones auténticas y el impulso desbocado de
la cultura y de sus expresiones más libres.
Las tres fuerzas políticas
liberales coinciden, claro, a la hora de la verdad, en el 95% de sus
iniciativas, pero hay un factor que desactiva la posibilidad del acuerdo
definitivo. El PP, que durante años contenía en su interior la
sacristía, el hispanismo militarista y el regionalismo de pregón de
fiestas, se ha centrifugado, y algunas de las piezas resultantes de la
disgregación han reforzado su ideario esquemático.
Así,
estamos asistiendo a episodios entre paródicos y espeluznantes, en que
fuerzas que se denominan liberales aspiran a que el Estado (el Gobierno
regional en este caso) se meta en la cama de los individuos libres para
aleccionarlos sobre sus prácticas sexuales y quieren utilizar el
mecanismo de la educación pública para transferir el derecho de los
educandos a la voluntad de sus padres por si éstos quisieran evitarles
el conocimiento del valor de la diversidad y la comprensión de la
complejidad del mundo para inculcarles una moralidad manufacturada de
acuerdo a sus propios prejuicios o a sus fantasmas psicológicos.
Llevamos
soportando demasiado tiempo una negociación para la la formación de un
Gobierno en la que, en realidad, no se habla de política, es decir, de
los problemas reales de la gente, sino de sexo, porque hay un grupo
(curiosamente autodenominado liberal) obsesionado con la libertad sexual
de las personas y con los derechos que por su variada condición les
asisten.
Y lo peor es que otros que también se dicen liberales pretenden
seducirlos para establecer un pacto de Gobierno. ¿Es tan difícil que
llegue un día, en algún siglo, en que dejemos en paz a los homosexuales y
que empecemos a combatir la homofobia desde la escuela para que nadie
se sienta señalado, excluido o estigmatizado por ejercer su libertad?
¿Es tan difícil que quepa esto en algunas cabezas?
(*) Columnista
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