Las elecciones no han surtido esta vez el efecto purificador que se
les supone. Es como si la fiesta de la democracia se hubiera visto
aguada por unos resultados que a nadie contentan. Todo el mundo está
cabreado. O perplejo.
Por donde más supura la llaga es por el PSOE,
porque la suya es una victoria pírrica, histórica después de 24 años
pero insuficiente para gobernar en la Comunidad Autónoma, y ganar para
seguir en la oposición es lo mismo que morir en la orilla.
Pero, no
conforme con su infortunio, el PSOE –¡ay, el PSOE!– se metió en
otra de sus históricas crisis orgánicas, que parecían olvidadas con la
llegada de Diego Conesa y el bálsamo del 26-M. La rebeldía de su grupo
municipal en Cartagena para retener la alcaldía de Ana Belén Castejón,
el expediente abierto desde Murcia, la constitución por la Comisión
Ejecutiva Regional de una gestora, y las discrepancias internas con este
procedimiento sancionador –ya expresadas incluso desde dentro del
aparato, y ventiladas en las redes sociales– auguran lo peor para los
socialistas, el regreso de sus demonios y la inutilidad del triunfo, al
tiempo que arrojan una duda existencialista: ¿era preferible que
Castejón y su gente entregaran la alcaldía a José López, antes que
dejarse querer por el PP? ¿Debería el PSOE taparse la nariz ante el
populismo de Vox, pero no ante el populista José López? ¿Resulta más
ético aceptar el apoyo de un concejal imputado para quitarle al PP la
alcaldía de Mazarrón? ¿Dónde ponemos finalmente las rayas, en aras de la
coherencia?
Nadie parece feliz. Al PP, que no oculta la amargura
de su primera derrota en un cuarto de siglo, le inquieta verse en la
tesitura de cohabitar con Ciudadanos en un Ejecutivo regional en el que
las rencillas dificultarán llegar al final de la legislatura en buena
armonía con un socio cuyo objetivo último consiste en arrebatarle a los
populares la hegemonía del centro derecha. Volarán puñales por las
alcobas.
Qué decir de Podemos, afligido por un batacazo que lo
baja definitivamente al suelo al dejarse en el cielo cuatro de sus seis
diputados regionales, o de Vox, que pregona su irritación por
considerársele un apestado pese sus 60.000 votos y a la condición de
aliado necesario en la Comunidad Autónoma y en unos cuantos
ayuntamientos.
Ciudadanos merece su propio rincón en este paisaje
del malestar. Que su papel de bisagra lo lleve a tocar pelo, y a
decidir quién manda en la Región, no esconde el hecho de que perdió
votos el 26-M, si bien ganó poder gracias a la nueva ley electoral. Pero
donde mejor se palpa el malhumor es entre los votantes que apoyaron al
partido de Rivera porque confiaban en su propósito de regenerar la vida
pública enviando al PP a la oposición y ahora ven cómo sus
representantes electos dan oxígeno a los populares.
Lo contrario de lo
que dijeron en la campaña y lo contrario también del mandato emanado de
las urnas. Me apunto al bando de quienes piensan que Ciudadanos se ha
disparado en el pie con su política de pactos, por su ansiedad en las
negociaciones municipalistas de ayer –descarada en el caso de Murcia–,
por sus bandazos, por su inconsistencia ideológica, por la insinceridad
exhibida al negar su maridaje de conveniencia con Vox.
Muchos de
los acontecimientos a los que asistimos estos días traen a la memoria la
banalización de la política que Vargas Llosa retrata en 'La
civilización del espectáculo', un ensayo en el que advierte de que la
propensión natural a la diversión se ha adueñado peligrosamente de la
actividad institucional y del debate público, al punto de frivolizarlos.
Suceden algunas cosas que causan perplejidad y otras que rozan el
terreno de friquilandia. Fernando López Miras, sin ir más lejos, está a
punto de acceder por segunda vez a la presidencia de la Comunidad
Autónoma después de haber perdido las únicas elecciones a las que se ha
presentado, lo que supone una rareza democrática.
De traca fue también
que un mandamás nacional de Ciudadanos, Fran Hervías, se enseñoreara de
la Asamblea Regional, que no es suya, sino de los murcianos, y ordenara a
su partido lo que debía hacer, o que el bueno de Alberto Castillo
–nobleza obliga– se manifestara abrumado por su designación para
presidir el Parlamento autónomo, como si cargo tan importante (la
segunda autoridad de la Región) le hubiera tocado en una rifa. Hay mucho
cabreo, y también mucha perplejidad, y no es para menos.
(*) Columnista
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