Fue el último acto antes del entierro de Alfredo Pérez Rubalcaba,
fallecido el jueves de un íctus (infarto cerebral). Se había anunciado
que se celebraría en la intimidad, pero, desde una hora antes de lo que
iba a ser la incineración del cadáver, la pequeña iglesia del tanatorio
de Tres Cantos, a 35 kilómetros de Madrid, estaba llena de familiares,
amigos, y colaboradores de quien fue todo en política y que renunció a
todo para dar clases de Química Orgánica en la Universidad Complutense
de Madrid, rechazando honores y puestos relevantes en Consejos de
Administración e incluso la candidatura a la Alcaldía de Madrid, la
ultima propuesta política que no quiso ni siquiera pensar y no,
precisamente por la posibilidad de perder.
En los alrededores del Congreso de los Diputados, todavía había
grupos de ciudadanos que no habían podido entrar para darle al último
adiós, la última despedida igual que lo habían hecho más de ocho mil
personas a lo largo de la tarde noche del viernes y la mañana del
sábado, en uno de los actos fúnebres más impresionantes que ha visto
Madrid en los últimos años. Sólo comparable a lo que fue el entierro del alcalde Enrique Tierno Galván y el del expresidente del Gobierno Adolfo
Suarez. Y es que, como decía él con esa ironía y acerado sentido del
humor que le caracterizaba y que usaba en los momentos más inesperados:
“Aquí enterramos muy bien a nuestros muertos”.
Habría que añadir a los muertos que queremos, a los que reconocemos
sus méritos y sus sacrificios. Y Alfredo, se hubiera sentido orgulloso, a
pesar de su timidez, de cómo todo un país, conmovido, le despedía.
Porque, como todos, a veces lo único que quería era cariño, sentirse
querido en una actividad que era dura y en ocasiones no reconocida. El
cariño, por ejemplo, de un Mariano Rajoy que ha conmovido a todos los
socialistas y personas de bien.
Allí, en el triste acto final de la incineración, estaban gran parte
de sus amigos; de quienes trabajaron con él en todos los Ministerios por
los que pasó; de quienes compartieron vivencias en la Universidad, en
la Facultad de Químicas; de quienes recibían clases en la Complutense y
que estaban legítimamente orgulloso de él y de su empatía con ellos; de
quienes sintieron siempre su ayuda y su apoyo, esos sobrinos que
encontraron en él al padre que perdieron muy jóvenes; de quienes se
vieron desplazados del poder tras la cruel y despiadada batalla en el
partido que terminó con la dimisión de Pedro Sánchez y, continuó,
luego, con la revancha; de los dos expresidentes del Gobierno, Felipe
González y José Luis Rodríguez Zapatero, todavía afectados por una
muerte que no esperaban; de Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno
que ha vivido, probablemente, sus horas más amargas y que ha visto quien
era realmente Rubalcaba y como el PSOE pierde a uno de sus principales
puntos de referencia.
El silencio en la pequeña iglesia del tanatorio de Tres Cantos, era
sobrecogedor y ese silencio seguido de emocionados aplausos, acogió las
intervenciones de quienes tomaron la palabra en un acto sencillo e
intimo. La palabra de uno de sus hermanos, la palabra de un compañero de
Universidad, la palabra de uno de sus sobrinos, que volvían a quedarse
sin padre. Un padre que siempre se preocupó de ellos, de sus estudios,
de sus proyectos.
El silencio sólo lo rompían un violonchelo y un violín, que
proporcionaban esa sensación de paz y también de última despedida, de
final. La despedida conmovedora que impregna ese fragmento de la música
de Ennio Morricone de la película “La Misión”, en la que se recuerda, de
forma estremecedora, la vida “Así en la tierra como en el cielo”:
Nuestra tierra es nuestra vida,
Nuestra vida es tan gritar.
Nuestra tierra es nuestra vida, por lo que gritar
Nuestra fuerza es nuestra pena por lo que se grite.
Nuestra tierra es nuestra vida.
(*) Periodista y economista
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