Pablo y Teodoro nacieron felices y con
estrella, si bien en latitudes españolas bien distantes. Nunca les faltó
de nada, ni tuvieron que ganarse la vida con el sudor de su frente:
nacieron para triunfadores y estudiaron brillantes carreras, siendo
miembros privilegiados de desahogadas familias (tradicionales a tope y
siempre exitosas, con la derecha o con la izquierda).
Listos y
simpáticos (digamos que resultones), sin embargo, nunca se distinguieron
en sus estudios, ni antes ni durante la Universidad; pero crecían en
edad y supremacía ante Dios y ante los hombres. Era como si esperaran
para sí el paso del tiempo, seguros de que los favores que merecían no
tardarían en llegar (como tenía que ser). ¡Y tan jóvenes!
No conocieron
al dictador, así que se quedaron con las ganas de vitorear al Caudillo
en la Plaza de Oriente; ni la dictadura que, por supuesto, no hubieran
combatido. Su estirpe es de género franquista y por eso la momia que
preside la explicación de su historia debe continuar su descanso eterno
en el Mausoleo del Criminal. ¡Es de tan mal gusto mirar atrás!
Hiciéronsenos
mayorcitos los prometedores delfines y, una vez integrados en el PP,
partido que les correspondía por herencia, ideología y vocación, fueron
mimados y propulsados por esa potente organización del fraude y la
mordida, lo que les convenció de que el momento les era llegado; no les
costó concluir que lo normal, e incluso lo justo, era aspirar a gobernar
España. ¿Por qué no? ¿quién mejor que ellos? ¿alguien podía poner en
duda su carrera, su esfuerzo y su arte?
El futuro, bien merecido, les
pertenecía por derecho evidente y cantado. Mientras tanto, tuvieron que
participar, desde sus posiciones de altura y privilegio, en el más
intenso y escandaloso proceso de corrupción política de la ya apestosa
historia conservadora de España (si no de protagonistas, sí viendo,
oyendo y oliendo, porque ninguno de ellos es tonto ni ha carecido de
menos información que usted y que yo).
Así
que entraron en la madurez política, alegres y cantarines, porque la
cosa marchaba como Dios manda. Pablo heredó, sabiéndolo, pero sin querer
evitarlo, el patrimonio tóxico del líder réprobo, liquidando de paso a
sus partidarios, y Teodoro le juró fidelidad eterna. Quisieron gobernar
España como correspondía a sus historias de vida, ejemplares y de libro,
y partieron, Pablo y Teodoro, a la conquista del poder, qué digo del
poder, ¡de España!
Y se repartieron el mando: yo que soy el líder, seré
el presidente del Gobierno y tú, como vicelíder, vicepresidente, ¿no?. Y
así, juntitos y en sintonía, sólidos y bien pertrechados, siguieron el
impulso de su destino. El país había de ser suyo y caería en sus manos
en cuanto la odiada izquierda cayera como fruta madura, a causa de sus
invectivas de diseño.
Llegó la
oportunidad de salir del simplón papel de segundones, prosperando
lentamente a la sombra de esos líderes del partido, que tanto bien
hicieron a España; como Aznar, el visionario que nos mezcló en una
guerra criminal contra Irak en modo pelele del Imperio, mientras se
deleitaba, con empeño encomiable, en la crisis por venir, burbuja a
burbuja; y como Rajoy, el oscuro registrador de la propiedad que en
siete años nos machacó con fuerza y saña, quitándonos salario, empleo y
derechos, como corresponsal de las feroces instrucciones de la canalla
comunitaria.
Con esas
referencias, con esos ideales, con ese fátum, nuestros chicos vieron
abrirse el cielo de sus anhelos cuando el Congreso de los Diputados
entero decidió expulsar, por infame, al diletante Rajoy y el podrido PP,
por tramposos y hediondos: había llegado el momento del gran salto
adelante, aunque fuera por carambola, y con tan acreditados precedentes,
pensaron (henchidos de razón y análisis) que no les iba a faltar la
suerte.
Montaron, de urgencia, una estrategia que debía llevarlos al
poder sin que se notara la podredumbre absorbida durante años, ni la
mala leche con la que el PP los había amamantado. Ya está, dijeron
nuestros héroes, diremos que nosotros no hemos sido, que lo pasado es
pasado, que este partido nuestro no tiene nada que ver con el de ayer y
que nosotros somos sus prístinos (y joviales) reformadores. Hacían así
con la mano, como espantando las infamias escritas en su frente, pero el
baldón que heredaban y transmitían se apreciaba, indeleble, en las
escasas arrugas cutáneas de los pijos del establishment.
Los
asesores de imagen (de esos caros que hay, con corbata de nudo gordo)
les aseguraron que lo que tenían que hacer era sonreír y no salirse de
lo marcado por los memoriones del partido: condena implacable de la
izquierda por unirse a terroristas, golpistas, separatistas y
comunistas, por su indiferencia ante la ruptura de la patria, por ser
unos manirrotos en el gasto social?
Había otras cosas, desde luego, que
mostraban unas intenciones tan finas y suculentas que no dudaban en que
captarían el entusiasmo de las huestes del 28 A: lo del 155 al canto, y
ya; polifonías vaticanistas en cosas de la femineidad; más recortes,
menos impuestos?
Y para dar la
máxima credibilidad a sus atractivas propuestas, que mintieran sin
parar, sin hacer caso de los ojos que abríamos los millones de
damnificados: sonreíd y mentid, tíos, que la gente es sorda y no se fija
(recalcaban los curtidos asesores que nunca advierten, antes de cobrar,
sobre los efectos devastadores que puede producir la caradura).
Por
eso, a la hora de los debates electorales, el líder encantador no
encontró el momento para dar explicaciones a los caídos y humillados en
los indecentes años 2012-2018; tan convencido estaba de su inocencia
que, al revés, lanzó sus dardos más envenenados a las políticas sociales
del presidente socialista: nos veía chupándonos el dedo.
Al
reconocer la derrota, los jovenzuelos trasquilados buscaban la forma de
refugiarse mientras, solidariamente, eso sí, se enroscaban el rabo
entre las piernas, aludiendo a conocidos y bien socorridos tópicos,
excelentes para días de naufragio y abominando (un tanto afectadamente)
de sus requiebros con la ultraderecha. El balance es siempre cínico:
muchos son los responsables, pero ninguno somos culpable.
(*) Ingeniero, profesor universitario y activista ambiental
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